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Anoche salí al encuentro
de la luna de la Pascua
y me la encontré muy triste
y con la cara enlutada.
Su figura era espléndida
pero se escondía, osada,
tras un cortinaje tenue
que las nubes le brindaban
.
-¿Por qué no brillas airosa,
luna esplendente de Pascua?

La respuesta fue el silencio
y, tras la noche embrujada,
creí adivinar dos lágrimas
resbalándole por la cara.

-¿Por qué no brillas? ¡Contesta!
le insistí con voz muy clara.

-No quisiera comentarlo...
Tengo el alma desgarrada.
Yo tuve que estar presente
en la agonía pesada
del Huerto de los Olivos.
Quise esconderme, más nada
pudo evitar que yo fuera
testigo en primera plana.
Después le vi medio muerto,
no de golpes ni de infamias.
Su muerte fue la más cruel
que algún tirano pensara:
se murió de soledad,
de incomprensión refinada.
Ese fue el peor suplicio.
No fue la cruz, ni la lanza,
ni los azotes crueles,
ni las espinas clavadas.
Nadie supo acompañarle,
nadie le enjugó una lágrima,
nadie le limpió la sangre
de su carne desgarrada.
Y hasta Dios lo abandonó
¡su Padre amado del alma!...
No me sigas preguntando.
Déjame ya que me vaya
a llorar la amarga pena
que me reconcome el alma.
Es imposible que pasen
los días de esta semana
sin que reviva, punzante,
aquella Semana Santa.