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EVANGELIO: Lucas 9,28b-36

En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.
De repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús:
-Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía:
-Este es mi Hijo, el escogido; escuchadlo.
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

 

¡Tuyos, Padre, para siempre!

Lo dice el cántico que precede al evangelio: “En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo»”.

Lo oiremos de nuevo en el evangelio: “Una voz desde la nube decía: _«Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle»”.

Y volverás a oírlo en palabras que la Iglesia hace resonar en el corazón de los fieles cuando se acercan a la comunión: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle”.

Hoy esa revelación ya no es para Pedro, Juan y Santiago; esa voz es ahora para ti, para la comunidad de discípulos que el Señor ha llevado consigo a la montaña del encuentro, de la fidelidad, del abrazo, de la alianza nueva y eterna entre Dios y el hombre.

“Este es mi Hijo”, dice la voz. Y tú, a ese Hijo, lo reconoces “presente en su Iglesia”: en la comunidad que es su cuerpo; en la Escritura Santa que es su palabra; bajo las especies eucarísticas en las que él se te ofrece; en la necesidad de los pobres con la que él llama a tu puerta.

Como si nuestras palabras, todas ellas, no bastasen para decir lo que necesitamos decir acerca de ese Hijo, la liturgia las multiplica, y le llama “el amado, el escogido, el predilecto”. Y tú, que reconoces el vínculo de amor inefable que une al Padre con Jesús y el que une a Jesús con su Iglesia, intuyes que esa predilección que “la voz” manifiesta por el Hijo, es predilección de Dios por los pobres y por la comunidad de los fieles, es amor que se nos entrega en el pan de la palabra y en el pan de la eucaristía.

“Escuchadle”: Escuchad esa palabra amada en la que Dios ha encerrado todo lo que podía decirnos, todo lo que tenía para ofrecernos. Escuchad esa palabra que ha dejado a Dios sin palabras. En Jesús, Dios te ha dicho todo sobre el amor, sobre la justicia, sobre la gracia, sobre la alegría y la paz.

Ahora, hermano mío, hermana mía, porque reconoces al Mesías Jesús como cabeza de la Iglesia, porque te reconoces miembro de su cuerpo, porque la fe te revela la gracia de tu misteriosa comunión con el amado, con el escogido, con el predilecto, dile al Padre del cielo la verdad de tu amor; dile: Éste es mi hermano, mi salvador; éste es el que te dice, Padre, todo lo que mi corazón humano puede decir delante de ti; éste es el que te ofrece todo lo nosotros podemos ofrecer.

Escúchale á él cuando hablamos nosotros. Fíjate en él cuando te pedimos que te fijes en nosotros. Él es nuestra obediencia, nuestra rectitud, nuestra justicia, nuestra fidelidad, la palabra de nuestra alianza contigo. En él nos encontramos contigo. En él nos abrazamos a ti, en él somos tuyos, Padre, para siempre.

En Cristo, en esta eucaristía, en los pobres: ¡Tuyos, Padre, para siempre!