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EVANGELIO: Lucas 12,49-53

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
En adelante una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.


La noche es tiempo de muerte y resurrección

La liturgia de la palabra del domingo pasado nos ayudó a entrar en el misterio de la noche del pueblo de Dios, considerada como tiempo de salvación, tiempo para vivir de fe, con esperanza, en el amor.

Hoy, guiados por la palabra del Señor, volvemos a entrar en esa noche de gracia y de liberación, considerada ahora como tiempo de contiendas y divisiones, de pleitos y condenas, de cruz y de ignominia. A nosotros, como a Jeremías, como a Jesús, el príncipe de este mundo nos arroja una y otra vez al aljibe sin agua; también nosotros, como el profeta y como Jesús, nos hundimos en el fango; y, como ellos, somos liberados de la charca fangosa. En esta celebración eucarística, nosotros, con Jesús, entramos de verdad en la hora deseada y amarga de su bautismo, pues en esta celebración se hace manifiesta nuestra comunión con Cristo Jesús: aquí morimos con Cristo, aquí resucitamos con él.

Hoy, con Jeremías y con Jesús, con el salmista y con todo el pueblo santo de Dios, hemos orado, diciendo: “Señor, date prisa en socorrerme”. Nuestra oración ha sido apremiante, imperativa, le hemos puesto prisa a la quietud eterna de Dios, porque nosotros tenemos prisa, porque nos urge alcanzar auxilio, porque, con Jeremías y con Jesús, somos nosotros los amenazados por el lodo en el fondo del aljibe, en la charca fangosa, en la fosa fatal. Hoy, nuestra oración no es una súplica susurrada desde la quietud, sino un grito lanzado desde la tormenta, desde la contienda, desde la división, desde la cruz, desde la noche.

Dijimos “Señor”, y, al decirlo, pusimos nuestros pies en la firmeza de la roca; dijimos “Señor”, y, al decirlo, envolvió nuestra vida la certeza de la esperanza; dijimos “Señor”, y, al decirlo, confesamos con el corazón que él es nuestro auxilio y nuestra liberación.

Dijimos “date prisa en socorrerme”, y se nos concedió la gracia de recordar el misterio de nuestra comunión con Cristo Jesús, y en Cristo nos vimos, a un tiempo, entregados y liberados, muertos y resucitados. Dijimos “date prisa en socorrerme”, y nos vimos bautizados con Cristo en la muerte y encendidos con él en el fuego del Espíritu. Dijimos “date prisa en socorrerme”, y se nos concedió experimentar que, en el misterio de nuestra comunión con Cristo, somos el pueblo de la Pascua, el pueblo de los oprimidos en quienes el Señor se ha fijado, el pueblo de los pobres y desgraciados de quienes el Señor ha querido cuidar.

Vosotros lo sabéis, hermanos míos, que estando resucitados con Cristo, estáis todavía muriendo con él; como sabéis que, estando muertos con Cristo, estáis ya resucitados con él. Vosotros, como Jesús, amáis la vida y queréis entregarla por los demás. Vosotros, como Jesús, amáis la paz, y al mismo tiempo habéis de soportar, como él, sin miedo a la ignominia, la oposición de los pecadores.

En Cristo contempláis lo que el Padre Dios está haciendo con vosotros; en la verdad plena del misterio de Cristo, en su muerte y resurrección, en su Pascua, contempláis lo que vosotros estáis viviendo en la oscuridad de vuestra vida. En la Eucaristía ya comulgáis lo que un día seréis, pues el que estaba muerto comulga la resurrección y la vida, el que era esclavo comulga la libertad, el que caminaba en tinieblas comulga la luz. Y así, de modo misterioso y verdadero, hoy, en la Eucaristía, vosotros ya sois lo que comulgáis.

Quiere ello decir que vuestra experiencia de la noche, como lugar de ignominia y de cruz, de división y de contienda, es inseparable de vuestra experiencia de liberación y de resurrección, de unidad y de paz.

Por último, considera, hermano mío, que si Cristo continúa muriendo en ti que ya estás resucitado con él, continúa de modo muy especial su pasión en todos los excluidos, en todos los oprimidos, en todos los que por la codicia de los poderosos, por la avaricia de sus prójimos, por la indiferencia de los satisfechos, han sido arrojados al aljibe de un futuro sin esperanza: No le abandones en su pobreza sin pan, sin agua, sin vestido, sin libertad. Ilumina la noche de los pobres, pues Cristo ha iluminado para siempre la tuya con la luz de su resurrección.

¡Feliz domingo!