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Perdido estaba el hombre. Está.
Entre quedarse con el amor, la toalla o el beso
elige mirar hacia los bosques donde la espesura
no deja ver más que un ramo de oscuros,
los búhos encienden de amarillo sus ojos y
apenas si se escucha una persecución de pájaro
levantando a las hembras los grises de sus alas.

Un Hombre vino que era Dios. Y amó
al mundo creyendo que algo podía salvarse
todavía. Hizo que la sangre circulara
sobre los párpados de una niña muerta;
en la hemorroísa detuvo la carrera loca
de la suya. Miró a Juan
y los ojos del Tiberíades se quedaron sin orillas.

Dijo que era necesario como el pan cada día
y se hizo Pan. Alguien le acercó una toalla
y Pedro al fin comprendió que era la toalla
igual de necesaria.

El beso llegó cuando más descuidadas
estaban sus mejillas. A quien yo bese, ese es.

Ese es, el mismo
que pasa todos los días las hojas del asombro.
Ahí está.
Se suceden los siglos y lo seguimos viendo
cómo enjuga el dolor con sus toallas,
monedas de pan rodando por las bocas
y con besos,
cargado de besos por las esquinas.