Orando con el Evangelio

P. Bruno Moriconi

EVANGELIO: Lc 15,1-32
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:
-Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola:
-Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles:
-¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, reúne a las vecinas para decirles:
-¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.
Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.
[También les dijo:
Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre:
-Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces se dijo:
-Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.
Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo:
-Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
Pero el padre dijo a sus criados:
-Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Este le contestó:
-Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.
El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre:
-Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.
El padre le dijo:
-Hijo tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.]

Con el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, hoy propuesto a la meditación en este domingo en toda su entereza, estamos delante de una de las más bonitas páginas de toda la Biblia. Un resumen sencillo y profundo, podríamos decir, de todas las demás páginas de la Sagrada Escritura. Una página conocida y comentada en cada detalle, aunque sea oportuno releerla y redescubrirla cada vez mejor y más en el fondo. Aquí, en este pequeño comentario, sólo nos limitamos a tres observaciones de contorno: la ocasión, los adjetivos y el sujeto.

La ocasión es la que encontramos en los dos primeros versículos, donde se lee lo que sigue: “Todos los recaudadores de impuestos y los pecadores se acercaban a escuchar [a Jesús]. Los fariseos y los doctores [perturbados] murmuraban: –Éste recibe a pecadores y come con ellos”. Fue precisamente por eso que Jesús, en lugar de contestar directamente, “les contestó con la siguiente parábola”, escribe Lucas, suponiendo que la verdadera parábola es sólo la tercera, y las dos primeras (la oveja y la moneda perdidas) sólo una introducción a ella. La ocasión nos dice, entonces, que Jesús cuenta la parábola del Padre misericordioso para justificar el hecho de que reciba a pecadores y coma con ellos. En una palabra, quiere decir que Dios mismo lo hace, cuando abraza al hijo pecador y le ama como al otro. ¿Por qué? Porque los dos son hijos suyos y todo lo que es suyo quiere que sea de ellos también.

En cuanto a los adjetivos con los que se designan las tres parábolas, hace falta invertirlos. La historia de la ovejita no es interesante porque se perdió, sino porque fue hallada, tal como la de la moneda. Es, como consecuencia del hallazgo que emana la alegría que es figura de aquella celeste cuando un pecador se arrepiente. “Les digo que, de la misma manera habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesiten arrepentirse”, concluye de hecho Jesús incluso mirando con un poco de ironía a los fariseos y los doctores que murmuraban de él y se pensaban irreprensibles. Sí, porque el evangelio quiere enseñarnos que es mejor dejarse encontrar por el Señor que pensar haberlo ya encontrado una vez para siempre.

El tema del sujeto se refiere a la parábola más larga, la tercera. Antes se titulaba “Parábola del hijo pródigo”, como si el protagonista fuera él y no el Padre. Afortunadamente, desde unos años, los editores de la Biblia y de los libros litúrgicos lo han entendido y justamente la definen ahora: “Parábola del Padre misericordioso”. Como hemos dicho al comienzo, es de hecho de Él (del Padre) que Jesús quiere hablar delante de los que piensan que su manera de acoger a los pecadores no sea digna de un maestro de la religión. El protagonista es Dios que Jesús nos ha revelado como Padre suyo y nuestro al mismo tiempo.

Eso dicho y queriendo ser todavía más puntuales, el título justo podría ser también el siguiente: “Parábola del padre que tenía dos hijos”. De hecho, los dos pensaban mal de él considerándolo un señor dueño que quiere ser servido y nada más. Por eso, uno antes del tiempo exige la herencia para irse lejos de casa y el otro se queda a trabajar, pero con rabia y rencor. Por su parte, el padre que los ama a los dos, corre al encuentro del que regresa y, al enfadado, dice las palabras más bonitas y cariñosas: “Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”. Cada uno de nosotros es un poco el hijo mayor y un poco el menor, pero el Padre nos sigue amando y esperando.