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Bruno Moriconi, ocd

EVANGELIO: Lc 16, 19-31

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
-Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteabá espléndidamente cada día.
Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba.
Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán.
Se murió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno y gritó:
-Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.
Pero Abrahán le contestó:
-Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a su vez males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces.
Y además entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros.
El rico insistió:
-Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.
Abrahán le dice:
-Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen.
El rico contestó:
-No, padre Abrahán. Pero, si un muerto va a verlos, se arrepentirán.
Abrahán le dijo:
-Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto.

Delante de una parábola como ésta del pobre Lázaro no se tiene que cometer el error de deducir que la enseñanza sea simplemente la que aparece como justicia humana. No hay que pensar, es decir, que el rico comilón que ha gozado de todo en este mundo, en el otro tenga que ir a sufrir en el infierno y el pobre Lázaro que ha sido atormentado en este mundo vaya, justamente, a gozar en el cielo. Es espontáneo y consolador, para quien sufre, pensarlo y deseárselo. Es lo que se piensa en cada sociedad y en cada religión, pero el lector cristiano del evangelio no puede pensar que el Hijo de Dios haya venido a este mundo solo para repetir una cosa tan banal y elemental.

De hecho, tomando a la letra Dt 28,2-4, el rico hubiera podido pensar que su fortuna, era una clara señal de la bendición de Dios, mientras que la miseria del pobre mendigo una maldición. “Bendito seas en la ciudad”, se lee en ese paso, “bendito seas en el campo. Bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu suelo, el fruto de tu ganado, las crías de tus reses y el parto de tus ovejas”. Una bendición todavía más clara en el Salmo 1 donde, hablando del Justo y del impío, se canta: “Será como un árbol plantado junto a acequias, que da fruto en su sazón y su follaje no se marchita. Cuanto hace prospera. No así los malvados serán como tamo que arrebata el viento” (vv. 3-4).

Tomando a la letra textos como estos (como lo hacen los predicadores televisivos de algunas sectas protestantes que enseñan sus automóviles y sus ricas habitaciones como prueba de lo que en ellos ha producido la fe), se podría concluir que el rico es tal porque es premiado por el Señor y el pobre es tal porque (de algo), castigado.

Pero en la Escritura hay también otra cosa. Según Lev 19,9-10, por ejemplo, parte de la cosecha tenía que ser compartida con los pobres y, en el mismo libro del Deuteronomio, se pueden leer estas palabras que empujan a la generosidad: “Si hay entre los tuyos un pobre, un hermano tuyo, en una ciudad tuya, en esa tierra tuya que va a darte el Señor, tu Dios, no endurezcas el corazón ni cierres la mano a tu hermano pobre. Ábrele la mano y préstale a la medida de su necesidad. Cuidado, no se te ocurra este pensamiento rastrero: Está cerca el año séptimo, año de remisión, y seas tacaño con tu hermano pobre y no le des nada, porque apelará al Señor contra ti, y resultarás culpable. Dale, y no de mala gana, pues por esa acción bendecirá el Señor, tu Dios, todas tus obras y todas tus empresas. Nunca dejará de haber pobres en la tierra; por eso yo te mando: Abre tu mano al pobre, al hermano necesitado que vive en tu tierra” (Dt 15,7-11).

Se entiende, entonces, por qué, a la solicitud del rico de mandar a algún testigo para advertir a sus parientes todavía en vida de lo que les espera si no cambian de vida, Abraham conteste que no hace falta. “Le dice Abraham: Tienen a Moisés y los profetas: que los escuchen. Si no escuchan a Moisés ni a los profetas, aunque un muerto resucite, no le harán caso”. Y, tal vez, la solución está justo aquí. Aunque un muerto resucitara, no sucedería nada porque cada uno seguiría fijándose en el propio ombligo. Jesús no ha venido a asustar con el peligro del infierno a quien cumple el mal, sino a decir y mostrar cómo usar bien nuestra inteligencia de hijos del mismo Dios. “Haceros amigos con la riqueza de este mundo", apenas dijo en la parábola anterior del administrador infiel, pero listo.

El seno de Abraham donde van a acabar los dos protagonistas de la parábola (el rico comilón y el pobre hambriento), no representa ni el Cielo ni tampoco los infiernos, sino los avernos (el ade de los griegos y el sheol de los hebreos), donde todos iríamos a acabar al final de nuestros días [“Aunque vivamos setenta años y los más robustos hasta ochenta”, canta el Salmo 90, “su afán es fatiga inútil, pues pasan aprisa y nosotros volamos”], sin la resurrección de Cristo que ha quebrado incluso las puertas de la muerte.
Con esta parábola, Jesús nos quiere decir que vivir, siguiendo su ejemplo, significa darse y servir a los demás. Que lo que vale en la vida y que nos quedará pegado para siempre es solo lo que se ha dado a los otros. Cuando Jesús contó la parábola nadie sabía que él era el Hijo de Dios hecho pobre para enriquecer a todos y que - a este objetivo - se iba a dejar tomar hasta la vida. Él, en cambio, sabía y sigue sabiendo que incluso su resurrección no bastará, tampoco a los que dicen de creer en Él, si no se despertaran a las necesidades de los hermanos. Él ha muerto incluso por los ricos glotones y cínicos, pero querría que su ejemplo también valiera para ellos y que creciera, así (con la generosidad), el Reino de Dios en esta tierra.

Esto, de hecho, quiere decir lo que pedimos en el Pater: “Hágase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo”. ¡Y…, confesémonoslo! Todos somos un poco glotones y cínicos, a pesar de la resurrección de Cristo en que creemos y que proclamamos. Para que nuestra vida corresponda a esta fe, tenemos que salir de la esterilidad de la acumulación, sea real o deseada.