Orando con el Evangelio

EVANGELIO: Mt 5,1-12

Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»

Para entender por qué los que sufren, y hasta los que son perseguidos son bienaventurados, no basta con estudiar las explicaciones exegéticas, ni siquiera las mejores. Aunque algunas de estas bienaventuranzas resulten aceptables también humanamente, como aquellas relativas a la mansedumbre (bienaventurados los mansos), a la misericordia (los misericordiosos), a la justicia (los que tienen hambre y sed de justicia), a los honrados (los limpios de corazón) y a los los que trabajan por la paz, aquellas que hemos citado de primero (los que lloran, y hasta los perseguidos) tienen un solo camino de comprensión: fijarse en Jesús y solo en Él.

Es lo que ha querido enseñarnos el mismo evangelista con la manera en la cual introduce el discurso del Maestro. De hecho, la narración empieza así: “Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: Bienaventurados…”.

Esta coreografía es importante porque en sus distintos momentos nos sugiere todo lo que es importante entender. Jesús ve a la muchedumbre que representa a toda la humanidad (la multitud por la que ha venido a dar su vida mostrando, así, el amor con el cual cada uno es mirado de parte de Dios). Sube, sin embargo, al monte solo con sus discípulos, y el lector tiene que entender que se trata de un nuevo Horeb, el monte Sinaí donde fueron dados los Mandamientos. Jesús se sienta, porque Él no es el nuevo Moisés, como piensa la mayoría de los exegetas, sino el Hijo de Dios. Él, en efecto, a diferencia de Moisés, no recibe la Ley, sino la da con una autoridad propia. Si acaso, Moisés está representado por los discípulos que, puesto que Él se ha sentado, se acercan para escuchar su discurso. Como Moisés, son ellos quienes, cuando llegará el momento, llevarán el mensaje a todos los demás.

Jesús habla para todos (representados por la muchedumbre), pero sabe que sólo puede ser entendido por quienes son sus seguidores de cerca. No porque sus discípulos, en aquel momento, ya fueran capaces de entenderlo, sino porque llegarían a serlo un día, cuando el Espíritu santo les recordará todo lo que habían visto hacer y decir de parte del Maestro. En efecto, Él los había elegido para que estuvieran con Él y aprendieran lo que tenían que anunciar de Él.

Incluso el significado de la bienaventuranza que Jesús atribuyó hasta al ser perseguido, sólo lo entenderían mirando a como Él había afrontado la humillación y la muerte. Como lo entendieron, de hecho, los primeros mártires del cristianismo y siguen experimentando los cristianos de hoy en algunas partes del mundo.

La bienaventuranza del pobre, del constructor de paz, del misericordioso, del hambriento y sediento de justicia, del que sufre y hasta del perseguido, resplandece en el rostro de Jesús y es en aquel rostro donde el verdadero discípulo tiene que descubrirla. ¿Cómo? Teniendo fija la mirada en el Crucificado, como Teresa de Jesús enseñó, desvelando así el secreto de la oración y de la vida de los cristianos.

Bruno Moriconi, ocd