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EVANGELIO: Mt 3,13-17

Entonces fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara.
Juan se resistía diciendo: –Soy yo quien necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?
Jesús le respondió: –Ahora haz lo que te digo pues de este modo conviene que realicemos la justicia plena.
Ante esto Juan aceptó. Después de ser bautizado, Jesús salió del agua y en ese momento se abrió el cielo y vio al Espíritu de Dios que bajaba como una paloma y se posaba sobre él; se oyó una voz del cielo que decía: –Éste es mi Hijo querido, mi predilecto.

Hablando de Jesús con los fariseos y los saduceos, Juan Bautista acaba de decirles que detrás de él está por llegar uno al cual no se siente digno de quitarle las sandalias, o sea de ser su discípulo, uno que bautizará con Espíritu Santo y fuego. Acaba de decir estas cosas, cuando, desde Galilea se presenta precisamente ese hombre. Y quiere ser bautizado por él como uno cualquiera de los penitentes. Llegando al Jordán desde Galilea, escribe Mateo, se presentó a Juan para que lo bautizara.

Hasta ahora Jesús ha vivido sin que nadie le conociera, sino como carpintero en su pueblo. Un silencio, más o menos, de treinta años que podría tal vez ser explicado con el hecho que un rabí no podía ejercitar su oficio antes de los treinta años. Otra razón podría también ser encontrada en el hecho que David había subido al trono a los treinta años, pero la enseñanza principal de esta vida totalmente retirada es la bendición del trabajo que cada hombre ejercita para su familia. Hecho hombre sin algún privilegio, también el Hijo de Dios, ha ganado el pan con el sudor de su trabajo.

Fuera de Nazaret nadie le conoce, pero Juan, viéndolo acercarse se da cuenta que es aquel que tenía que venir y que el Señor le encargaba anunciar, no solo como el Mesías, sino también como el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo y – a diferencia de él, que bautiza con agua – bautizaría en el Espíritu Santo. Claro que, sabiendo todo esto, es natural que Juan no quisiera bautizarlo. Juan – escribe Mateo - se resistía diciendo: Soy yo quien necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?

Jesús, efectivamente, siendo inocente, no necesitaba someterse a ningún ritual de penitencia y nosotros sabemos que lo hacía para identificarse con los pecadores, pero Juan Bautista, a pesar de ser su anunciador, no podía saberlo. Y fue por eso que Jesús le indicó que procediera aun sin entenderlo. Ahora haz lo que te digo - le dijo - pues de este modo conviene que realicemos la justicia plena.

La justicia que hay que cumplir indica el misterioso plan de Dios trazado para el bien de toda la humanidad. Conviene que realicemos la justicia plena, le dice Jesús y entonces, aún sin entenderlo, Juan acepta y lo bautiza. Y he aquí que todavía algo inesperado ocurre. Después de ser bautizado, Jesús salió del agua y en ese momento se abrió el cielo y vio al Espíritu de Dios que bajaba como una paloma y se posaba sobre él. A pesar de ser el Hijo que está unido al Padre por el Espíritu Santo desde siempre y desde su concepción en el seno de María, ahora - en el momento en el cual tiene que empezar su vida pública - lo recibe solemnemente.

Se trata de una investidura, incluso subrayada por la declaración del Padre que sigue: Éste es mi Hijo querido, mi predilecto. Son palabras, en efecto, que se refieren a aquellas de Is 42,1 (Miren a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi Espíritu, para que promueva el derecho en las naciones), a las del Salmo 2,7 (Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy) y a lo que Dios dijo a Abraham en Gen 22,2 (Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac, vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio en uno de los montes que yo te indicaré). Sí, porque, en este bautismo, Jesús es entronizado como Mesías, hijo de David (Salmo 2,7), y asume el papel del Siervo del Señor que carga los pecados de todos (Is 42,1), aceptando - a diferencia del hijo de Abraham, Isaac (Gen 22,2), la condena sobre la cruz.

La imagen del Espíritu de Dios que (como una paloma) baja sobre Jesús, recuerda la paloma enviada por Noé después del diluvio que volvió con una hoja de olivo en el pico (Gen 8,8.11), como signo de la paz que entra en el mundo con la encarnación.

Bruno Moriconi, ocd