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EVANGELIO: Mateo 4, 1-11

En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes».
Pero él le contestó, diciendo: «Está escrito: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios"».
Entonces el diablo lo lleva a la ciudad santa, lo pone en el alero del templo y le dice: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: "Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras"».
Jesús le dijo: «También está escrito: "No tentarás al Señor, tu Dios"».
Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y, mostrándole los reinos del mundo y su gloria, le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras».
Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: "Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto"».
Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían.

Parece mentira que sea el mismo Espíritu Santo, no sólo el que lleva a Jesús al desierto, sino que lo lleva allí para ser tentado por el Diablo. Pero si el Evangelio dice así, esto algo tiene que significar. “En aquel tiempo”, escribe Mateo, “Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo”. Marcos es todavía más chocante, porque escribe que “enseguida después [de haber descendido sobre Jesús en el bautismo] el Espíritu le empuja al desierto” (Mc 1,12).

Las tres tentaciones referidas por Lucas y Mateo son seguramente simbólicas y escogidas en paralelo con las tentaciones en las cuales Israel había fracasado. Marcos dice simplemente que Jesús fue tentado, sin especificaciones ulteriores.

Los cuarenta días de Jesús en el desierto corresponden a los cuarenta años en los cuales Israel fue tentado en el desierto (Dt 8,2). La adoración que el diablo pide a Jesús, recuerda la adoración de los falsos dioses de parte de Israel (Ex 32). No lo hicieron, pero hubieran tenido que responder al tentador como Jesús, o sea, con las palabras de Dt 6,13, empleadas por él: "Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto".

También la respuesta a la segunda tentación (tirarse abajo del alero del templo, fiándose en que está escrito que el Señor encargará a los ángeles que cuiden de él, y le sustenten en sus manos, para que su pie no tropiece con las piedras, como canta el Salmo 90) corresponde a una sentencia antigua. “También está escrito”, dijo Jesús al diablo tentador, "no tentarás al Señor, tu Dios" (Dt 6,16).

Y hasta aquí hemos dado unas explicaciones del por qué Lucas y Mateo escogieron estas y no otras tentaciones. Pero, todavía no hemos explicado por qué es el mismo Espíritu Santo el que empuja a Jesús al desierto para ser tentado por el Diablo. A nosotros el Espíritu nos ha sido dado para vencer las tentaciones y no para que nos empuje a ser tentados. “No nos dejes caer en la tentación”, pedimos, en una de las peticiones del Padre Nuestro. Pero, aunque nos parezca extraño, ¡es precisamente a esto que nos quieren llevar los evangelistas!

El desierto representa la vida y, así como Jesús, aun sin pecado, ha querido entrar en las aguas del Jordán con los pecadores, lo mismo aquí, en el momento en el cual está para manifestarse a todos. También él entra en la vida real, donde no le faltarán, tampoco a él, las tentaciones. Y el hecho de que no caiga en ellas, como muchas veces en cambio nos pasa a nosotros, es precisamente porque es llevado (empujado) por el Espíritu.

Entrando en el desierto como el mayor de nosotros sus hermanos, nos enseña que, si nos dejamos llevar por el mismo Espíritu, también nosotros llegaremos a lo mismo. ¿Por qué? Porque los hijos de Dios [como tales] no pecan. De hecho, seguimos pecando, y, por gracia de Dios, sabemos que “si alguien peca”, escribe el autor de la primera carta de Juan, “tenemos un abogado ante el Padre, Jesucristo el Justo” (1Jn 2,1). De por sí, sin embargo, escribe el mismo autor, “el que ha nacido de Dios no peca, porque el Engendrado por Dios lo protege para que el Maligno no lo toque” (1Jn 5,18). Y ¿quién nos da la conciencia de ser de verdad hijos de Dios? El Espíritu que empuja a Jesús y a los santos que le siguen.