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EVANGELIO: Juan 11, 3-45 

En aquel tiempo, las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo». Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea». Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día». Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?». Le contestaron: «Señor, ven a verlo». Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!». Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?». Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa. Dice Jesús: «Quitad la losa». Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días». Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera». El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

A parte el relato de la pasión, la resurrección de Lázaro es el texto más largo del Evangelio de Juan. Un milagro, no hay duda, el más grande y espectacular. Pero, aunque sea el mayor de todos, es mucho más que un simple milagro. De hecho, en el Evangelio de Juan, los que los otros evangelistas llaman milagros, se les da el nombre de señales. Y eso para decir que hay que mirar más allá de lo que sucede, aún en el caso, como aquí, de la resurrección de un muerto. 

En ocasión de la curación del hombre ciego de nacimiento, cuando los discípulos le preguntaron quién fuese el responsable se su ceguera, Jesús contest¬¬ó que nadie, sino que estaba allí delante de ellos “para que se manifestasen en él las obras de Dios”. Lo mismo aquí. Las hermanas de Lázaro le mandan recado de que su amigo está enfermo, y Jesús dice que esa enfermedad no acabará en la muerte, “sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”.

Y en verdad es así, no tanto porque Jesús hace resucitar a su amigo, sino porque, con este milagro, señala su poder absoluto sobre la muerte. De hecho, Él hará resucitar solo a tres personas: Lázaro en Evangelio de Juan, el hijo de la viuda de Naim, en el Evangelio de Lucas (7,11-17) y la hija de Jairo (Mc 2,21-43). Grandes milagros los tres, pero lo que es verdaderamente grande, es lo que significan.

De momento, también Jesús llora por el amigo muerto y lo devuelve a la vida, pero Lázaro tendrá que morir otra vez cuando le llegue la hora como todos los demás. El mismo Jesús morirá, pero – ¡y es ahora cuando llega el verdadero milagro! - siendo Él, el hijo de Dios hecho hombre, no estará en el sepulcro sino unas pocas horas, para volver enseguida a la vida, y no simplemente a una vida de pocos años, como Lázaro, sino a la vida para siempre. La que soñaba Teresa de Jesús, cuando niña, leyendo las vidas de los Santos que habían subido al cielo, junto con su hermanito Rodrigo, iba repitiendo: “Para siempre, siempre, siempre”.

La resurrección de su amigo no es otra cosa que la señal de este poder divino que, en Jesús, llega a todos. La muerte sigue siendo la conclusión de esta nuestra vida en la tierra, pero no de la vida en su plenitud. Por eso, Jesús, a Marta desesperada, aunque ella no pueda entenderlo del todo, dice: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. 

“¿Crees esto?”, le pregunta Jesús. “Sí, Señor- le contesta ella - yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”. El relato de la resurrección de Lázaro ha sido escrito solo para llevarnos a esta confesión y a mucho más de lo que pudo entender Marta en aquel momento. ¿Por qué? Porque nosotros sabemos que no solo es “el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”, sino que “Hijo de Dios”, lo es desde siempre, y ha querido ser hermano nuestro, mortal en este mundo, pero señor del sepulcro. Él, en cuanto Dios, y nosotros, también señores de la muerte, en cuanto hermanos suyos.    

“El Señor no nos ha hecho para el sepulcro”, ha dicho en estos días un cura muerto de Covid 19, sirviendo a sus feligreses, “sino para un mundo mucho más ancho y feliz”.

V DOMINGO DE CUARESMA. CICLO A

EVANGELIO: Juan 11, 3-45

En aquel tiempo, las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo». Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea». Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día». Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?». Le contestaron: «Señor, ven a verlo». Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!». Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?». Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa. Dice Jesús: «Quitad la losa». Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días». Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera». El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

 

 

A parte el relato de la pasión, la resurrección de Lázaro es el texto más largo del Evangelio de Juan. Un milagro, no hay duda, el más grande y espectacular. Pero, aunque sea el mayor de todos, es mucho más que un simple milagro. De hecho, en el Evangelio de Juan, los que los otros evangelistas llaman milagros, se les da el nombre de señales. Y eso para decir que hay que mirar más allá de lo que sucede, aún en el caso, como aquí, de la resurrección de un muerto.

 

En ocasión de la curación del hombre ciego de nacimiento, cuando los discípulos le preguntaron quién fuese el responsable se su ceguera, Jesús contest­­ó que nadie, sino que estaba allí delante de ellos “para que se manifestasen en él las obras de Dios”. Lo mismo aquí. Las hermanas de Lázaro le mandan recado de que su amigo está enfermo, y Jesús dice que esa enfermedad no acabará en la muerte, “sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”.

         Y en verdad es así, no tanto porque Jesús hace resucitar a su amigo, sino porque, con este milagro, señala su poder absoluto sobre la muerte. De hecho, Él hará resucitar solo a tres personas: Lázaro en Evangelio de Juan, el hijo de la viuda de Naim, en el Evangelio de Lucas (7,11-17) y la hija de Jairo (Mc 2,21-43). Grandes milagros los tres, pero lo que es verdaderamente grande, es lo que significan.

 

De momento, también Jesús llora por el amigo muerto y lo devuelve a la vida, pero Lázaro tendrá que morir otra vez cuando le llegue la hora como todos los demás. El mismo Jesús morirá, pero – ¡y es ahora cuando llega el verdadero milagro! - siendo Él, el hijo de Dios hecho hombre, no estará en el sepulcro sino unas pocas horas, para volver enseguida a la vida, y no simplemente a una vida de pocos años, como Lázaro, sino a la vida para siempre. La que soñaba Teresa de Jesús, cuando niña, leyendo las vidas de los Santos que habían subido al cielo, junto con su hermanito Rodrigo, iba repitiendo: “Para siempre, siempre, siempre”.

 

La resurrección de su amigo no es otra cosa que la señal de este poder divino que, en Jesús, llega a todos. La muerte sigue siendo la conclusión de esta nuestra vida en la tierra, pero no de la vida en su plenitud. Por eso, Jesús, a Marta desesperada, aunque ella no pueda entenderlo del todo, dice: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.

 

“¿Crees esto?”, le pregunta Jesús. “Sí, Señor- le contesta ella - yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”. El relato de la resurrección de Lázaro ha sido escrito solo para llevarnos a esta confesión y a mucho más de lo que pudo entender Marta en aquel momento. ¿Por qué? Porque nosotros sabemos que no solo es “el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”, sino que “Hijo de Dios”, lo es desde siempre, y ha querido ser hermano nuestro, mortal en este mundo, pero señor del sepulcro. Él, en cuanto Dios, y nosotros, también señores de la muerte, en cuanto hermanos suyos.    

 

El Señor no nos ha hecho para el sepulcro”, ha dicho en estos días un cura muerto de Covid 19, sirviendo a sus feligreses, “sino para un mundo mucho más ancho y feliz”.