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EVANGELIO: Mt 11,25-30 

25En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. 26Sí, Padre, así te ha parecido bien. 27Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. 28Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. 29Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. 30Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».

En este pasaje del Evangelio de Mateo hay dos partes que, aunque parezcan no tener relación entre ellas, sí que la tienen. La primera parte (“Te doy gracias Señor…) se encuentra también en el Evangelio de Lucas, pero introducida así: “En aquel momento, se llenó de gozo Jesús, en el júbilo del Espíritu Santo, y dijo: Te alabo, Padre…” (10,21). Añadiendo que Jesús dijo lo que nos refiere también Mateo, en el júbilo del Espíritu Santo, Lucas quiere subrayar aún más enérgicamente la importancia de las palabras que salen de la boca de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”.

         La expresión “Señor del cielo y de la tierra” se encuentra solo aquí, en el texto paralelo de Lucas y en Hechos 17,24. Ésta nos recuerda la acción creacional de Dios de Gen 1,1 (Al principio Dios creó el cielo y la tierra). Jesús alaba al Padre, porque ha escondido estas cosas [la venida de su Hijo entre nosotros] a los sabios y entendidos, y se las ha revelado a los pequeños. No parece que Jesús se alegre de la acogida de la gente pobre de entonces, porque sabe bien que tampoco aquella gente, como los mismos apóstoles, había reconocido quien era de verdad. 

Su alegría se refería a nosotros que, en la luz del Espíritu, podemos reconocerlo como Salvador y hermano nuestro. A condición de que nos consideremos pequeños, para comprender tan gran misterio a pesar de ser, tal vez, sabios y entendidos. O sea, pequeños de corazón y con deseo de ser ayudados.  De hecho, no es Dios quien esconde los secretos [es una manera antigua y semítica de expresarse], sino nuestro orgullo o nuestro poco interés.   

         Lo que Jesús añade a continuación (“Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”), parece complicado, pero está diciendo lo mismo con otras palabras. Si acogen a Jesús como al enviado del Padre, los pequeños de corazón, o sea, los humildes, aprenden todo lo que hay que aprender, porque Dios se ha manifestado en Él. Es una manera distinta de decir lo que escribe el cuarto evangelista en el Prólogo solemne de su Evangelio: “Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre. Él nos lo dio a conocer” (Jn 1,18).

    

En la dulce invitación que sigue (Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera) los que están cansados y los agobiados son los mismos pequeños de los que se ha hablado antes. Los que nos sentimos así (pequeños) delante de todos los numerosos preceptos de los fariseos y de los eclesiásticos de siempre, porque incapaces de armonizarlos con nuestra vida real. Jesús, viéndonos tan incapaces, nos invita a ir adonde Él y aprender de Él la mansedumbre y la humildad de corazón. Cerca de Él encontraremos descanso para nuestras almas, porque Su yugo es llevadero y Su carga ligera.

¡Pero, cuidado! 

No es que Jesús sea menos exigente que los fariseos, sino que lo es por otro camino: el camino del Amor con letra capital. Jesús es manso y humilde de corazón, porque quiere acoger a cada uno, sea pecador o justo, y es sobre ese mismo camino que quiere invitarnos a caminar. “El alma enamorada es alma blanda, mansa, humilde y paciente”, enseña san Juan de la Cruz en uno de sus “Dichos de Luz y Amor” (n. 28). El yugo llevadero, la carga ligera de Jesús es la mansedumbre. En verdad, para nosotros, ser mansos, no nos resulta muy fácil. Lo intuye muy bien el mismo san Juan de la Cruz que, por eso, hablando con el Señor, poco después, añade: “Si Tú en tu amor, ¡oh buen Jesús!, no suavizas el alma, siempre perseverará en su natural dureza” (n. 30). Glosando, entonces, estos Dichos del grande místico del Carmelo, podemos rezar así:

Sabemos, ¡oh buen Jesús!,

 que Tú deseas que aprendamos de Ti,

el amor que puede enamorar nuestras almas,

haciéndolas blandas, mansas, humildes y pacientes,

pero, suavízalas Tú, 

para que no perseveremos en nuestra natural dureza.

Bruno Moriconi, ocd