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EVANGELIO: Mt 14,22-33 

22Enseguida Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. 23Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. 24Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. 25A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. 26Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. 27Jesús les dijo enseguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».28Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua». 29Él le dijo: «Ven». Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; 30pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame». 31Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?». 32En cuanto subieron a la barca amainó el viento. 33Los de la barca se postraron ante él diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios».

Tres, son los datos principales del párrafo evangélico de este domingo: 1. Jesús rezando, 2. Su presencia junto a nosotros, 3. El miedo y la fe. Aquí, una simple palabra sobre cada uno, para aprender las tres enseñanzas para nuestra vida.

         La primera enseñanza sale del hecho que, despedida la gente después de la multiplicación de los cinco panes y de los dos peces, Jesús “subió al monte, a solas, para orar” y estuvo allí toda la noche. Más que emocionarnos, delante de esta larga oración, es importante considerar cómo el mismo Jesús, a pesar de ser Dios, en esta nuestra tierra donde vive como hombre, tiene necesidad de pasar momentos de intimidad con el Padre. Para darle gracias por su presencia junto a él en el duro trabajo del día ya trascurrido, y para empezar bien el día que sigue. Un ejemplo precioso para nosotros que parece nos falta siempre tiempo para pararnos. Para entrar en nuestrahabitación interior, cerrar la puerta, y estar con nuestro Padre en el secreto de nuestro corazón. Nuestro Padre, que ve en lo escondido, nos escucharía y nos daría luz y ánimo.

   

La segunda enseñanza sobre la presencia constante del Señor junto a nosotros, la tomamos del susto que los discípulos tuvieron, viendo a Jesús andar sobre el agua del mar de Galilea. Mientras, espantados, pensaban en un fantasma, Jesús les dijo “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”. Nosotros también, muchas veces, nos encontramos en apuros sin saber cómo librarnos de unas amenazas o resolver unos problemas que nos tocan personalmente o se refieren a nuestros queridos. Una experiencia común en la cual, nuestra fe nos recuerda que, aunque parezca así, no estamos solos. Está con nosotros el Señor y, si no va a resolver nuestros problemas, su presencia nos conforta y nos da la fuerza de buscar soluciones y seguir esperando. 

Y llegamos así a la tercera de las enseñanzas que brota de esta misma conciencia de la presencia del Señor junto a cada uno de nosotros. Se trata de la enseñanza sobre la estrecha relación de la fe con nuestros miedos. La fe no nos quita los miedos que hacen parte de la vida, pero la fe, renovada en el encuentro frecuente con el Señor, puede quitarnos el miedo con letra mayúscula. La fe en la presencia del Señor a nuestro lado, nos brinda una paz interior que nos ayuda a relativizar los miedos. Nos gustaría andar ligeros sobre el agua de la vida, pero – como pasó a Pedro en las olas del mar de Galilea - al sentir la fuerza del viento de las dificultades, nos entra casi siempre el miedo de hundirnos. Lo que importa, en estos momentos, es la humilde invocación de ayuda. “Señor, sálvame”, dijo Pedro y, enseguida, Jesús extendió la mano y lo salvó. No importa si somos hombres de poca fe, porque lo somos. Lo importante es no olvidar nunca que el Señor no desea otra cosa que salvarnos. 

         Volviendo a la oración de Jesús que se queda toda la noche en intimidad con el Padre en el monte, podemos terminar con unas palabras de san Juan María Vianney. “La oración no es otra cosa que la unión con Dios”, escribe en una de sus Catequesis. […] “Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión. […] En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol. Mirad”, añade, recordando, su misma experiencia, “cuando era párroco en Bresse [una región de Francia], en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que el tiempo se me hacía corto”.

  

Moriconi Bruno, ocd