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EVANGELIO: Mt 16,13-20 

13Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». 14Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». 15Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». 16Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo».17Jesús le respondió: «¡Bienaventurado tú, ¡Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. 18Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. 19Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». 20Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.

Aunque parezca lo contrario, la frase más importante de este relato evangélico no es la confesión de Pedro (Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo), sino la prohibición de Jesús para que los discípulos no revelen a nadie su identidad mesiánica apenas declarada (Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías). 

Cesarea de Filipo es un lugar en la parte más septentrional del país y donde nace el Jordán, al pie del monte Hermón, en la tierra gobernada por Felipe, uno de los hijos de Herodes el Grande. Jesús se ha retirado allí con sus discípulos y, antes de marcharse hacia Jerusalén, quiere saber a través de ellos la idea que tiene la gente de Él, y lo que piensan ellos, que ya hace tiempo están con Él y le conocen de cerca. Entre la gente, se sabe, unos piensan que sea Juan el Bautista resucitado, otros Elías que tiene que venir antes del Mesías, otros piensan simplemente que es un profeta, como Jeremías, por ejemplo. A Jesús, esas opiniones, aunque sean buenas, no le interesan mucho. Son cosas que la gente dice siempre cuando ve a un hombre que pasa haciendo el bien y hasta milagros. 

A Jesús le interesa saber lo que piensan aquellos que ha escogido para que estén con Él.  En nombre de todos, responde Pedro y le dice: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Unas palabras tan acertadas que Jesús le dice que no puede ser que sean suyas. “¡Bienaventurado tú, ¡Simón, hijo de Jonás!,”, le dice, “porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. 

Es una profesión de fe perfecta y es lo que, cuando llegue el tiempo, Pedro tendrá que enseñar a todos como primer pastor de la Iglesia.  Por eso, Jesús añade: “Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”.

Pero, entonces, ¿por qué, Jesús “les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías”? Porque, aunque lo que había dicho Pedro (Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo) era exacto, él y los demás discípulos, lo entendían solo a su manera. Dirían a todos que Jesús es el Mesías y, a lo mejor, como había pasado después de la multiplicación de los panes, la gente desearía que fuese Él quien reinara en Israel y luchara contra la dominación de los Romanos. 

¿Qué más podían pensar y esperar los discípulos del que habían reconocido como Mesías?  Pedro había dicho también que era el Hijo del Dios vivo, pero lo había dicho solo porque era esa la dignidad que recibía cualquier rey de Israel el día de su unción y, por cierto, el rey prometido y esperado como el Ungido por excelencia. En hebraico Mesías significa, de hecho, ungido, como Christós en griego. Si bien, de momento, sus obras parecían distintas de las imaginadas, seguían esperando que fuese el Mesías deseado.

Tampoco los apóstoles eran capaces de entender que – como dijo Jesús a Pilato – su Reino no era de este mundo y “que el Hijo del Hombre tenía que padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los letrados, sufrir la muerte y luego de tres días resucitar”. Escuchaban estas palabras, pero no eran capaces de entenderlas, porque el Mesías que soñaban era distinto. El Mesías esperado tenía que vencer a todos los enemigos de su pueblo y de Dios, no ser condenado y sufrir la muerte. 

Por eso, tampoco hacían caso a las palabras con las cuales el Señor profetizaba su muerte y resurrección. Y, por la misma razón, Jesús quiere que callen hasta que lo hayan visto muerto y resucitado. Hasta que lo hayan visto y hayan asimilado bien que la cruz había sido la más grande de todas las victorias. Aprenderán entonces que Jesús, no solo es el Mesías, sino también el verdadero Hijo de Dios enviado en el mundo, para todos, no solo para su pueblo Israel. 

¿Y nosotros que lo sabemos?

         Nosotros que lo sabemos ¿hemos asimilado bien el amor que Jesús sigue enseñándonos desde la cruz? Lo vamos repitiendo en nuestra profesión de fe, que “fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato: padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras y subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin”. 

Esta es la verdad que también Pedro dijo en Cesarea de Filipo, pero no basta con decirla, hay que conmoverse y asimilarla cada día más y más.

Bruno Moriconi, ocd