Orando con el Evangelio

EVANGELIO: Mc 1,40-45 

Se le acerca un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». 41Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio». 42La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. 43Él lo despidió, encargándole severamente: 44«No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio». 45Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.

Han pasado cuatro domingos y nos estamos todavía moviendo en el primer capítulo del Evangelio de Marcos, que termina con el episodio de hoy. Aquí estamos representados por un leproso y, por su parte, Jesús nos sorprende con su extraño deseo de que no se hable de sus milagros. Una actitud que nos parece entra en contradicción con su misión y que, sin embargo, como explicaremos, actúa precisamente a favor de ella. 

Empecemos con la lección que, sin quererlo, nos brinda el leproso. El pobre hombre nos enseña cómo expresarnos bien en la fe. “Si quieres”, dice a Jesús, “puedes limpiarme”. No se expresará tan bien, por ejemplo, el padre del hijo epiléptico, poseído por un espíritu, del capítulo nueve del mismo Evangelio de Marcos.  “Si algo puedes”, dijo a Jesús, “ten compasión de nosotros y ayúdanos”. ¿Si puedo?”, le contestó Jesús, “todo es posible al que tiene fe”. 

Y aunque podamos pensar que Jesús conteste de ese modo por sentirse ofendido, no es así. De hecho, en su respuesta, el Señor no pone el acento sobre su poder, sino sobre el poder de la fe (“todo es posible al que tiene fe”). La fe que demuestra nuestro leproso acercándose a Jesús con un “si quieres”, porque está seguro de que el Maestro puede. “Si quieres”, le dice “puedes limpiarme”. El padre del epiléptico no se expresa bien, pero también él tiene algo que enseñaros. Reconociendo, efectivamente, su pobre manera de pedir debida a su poca confianza, tiene el valor de decir: “Creo, Señor, pero ayuda mi falta de fe” (Mc 9,24). 

Volviendo al leproso lleno de fe, Jesús, extendiendo la mano y tocándolo, lo curó inmediatamente y el pobre hombre quedó enseguida limpio. Solo tenía, se lo recordó el mismo Jesús, que ir a presentarse al templo para poder ser readmitido en la sociedad como purificado. “Preséntate al sacerdote”, le dice Jesús, “y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva [a los que mandan] de testimonio”. De hecho, en el libro del Levítico, se leen estas prescripciones: “Si la mancha en el vestido o en la piel, o en el hilo o en la trama, o en cualquier objeto de cuero, es de color verduzco o rojizo, es un caso de lepra y debe ser mostrado al sacerdote” (Lev 13,49).

Pero, como decíamos, lo que nos interesa aquí no son ya estas normas, sino el porqué Jesús no quiere que se hable de sus milagros. Y la razón, muy simple, es la siguiente: Jesús quiere evitar que la gente se mueva solo por sus sanaciones y que, a partir de ese poder suyo, deduzca que es el Mesías esperado. “¿Por qué no, si lo es?”, preguntará alguien. Porque sí, lo es, pero a su manera, o sea, siendo al mismo tiempo el Hijo de Dios venido a este mundo para el bien de todos, judíos y no judíos, buenos y malos, incluso los opresores. 

Para entenderlo mejor podemos acordarnos de lo que Jesús hizo después de una de sus multiplicaciones de los panes. La gente, escribe Juan en su Evangelio, al ver el signo que había hecho, decía: “Este es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo”.Jesús, sin embargo, “sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo” (Jn 6,14-5). Como dirá a Pilato, Jesús es Rey, pero no a la manera de este mundo. Su poder se manifiesta en la Cruz y es allí donde el Centurión, representando a todos, le reconoce (Mc 15,39).

A este silencio impuesto por Jesús, los exegetas han dado el nombre de Secreto mesiánico. Sabemos que Jesús no quiere ser identificado por los demonios, pero tampoco quiere que vayan hablando de sus milagros los enfermos curados, ni los tres discípulos que ascienden con él al monte Tabor, de su trasfiguración. “Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos” (Mc 9,9).  

Por esta misma razón también al leproso al que acaba de sanar le ordena callar lo que le ha pasado. No lo logra, porque, al marcharse,éste “empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho”, forzando a Jesús a quedarse en lugares solitarios. No lograba el silencio deseado y la gente seguía buscándole y acudiendo a Él ¡Inevitable y normal!  Jesús no quiere escaparse de la gente (¡faltaría más!), desde el momento que ha venido para estar con nosotros, pero lo que le interesa es que entendamos bien su manera de salvarnos. 

No quiere que pensemos que su salvación nos alcanza a través de los milagros, sino a través de su amor manifestado al sumo en la Cruz. Es desde esa cumbre que Él salva a todos. Los milagros son unas obras en favor de necesitados concretos y, al mismo tiempo, unos signos de esa salvación profunda que alcanza a todos. El milagro que queda para siempre, junto con la presencia de Él, Hijo de Dios e Hijo de María, al lado de cada uno de sus hermanos y hermanas. 

     

Bruno Moriconi, ocd