Orando con el Evangelio

EVANGELIO: Jn 3,14-21 

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, 15para que todo el que cree en él tenga vida eterna. 16Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. 17Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. 18El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. 19Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. 20Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. 21En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».

Jesús está hablando con Nicodemo, aquel hombre del grupo de los fariseos, jefe judío que, impresionado por la manera de hablar y actuar de este nuevo y original maestro de Nazaret, fue a verle de noche. No es todavía un discípulo, pero le gustaría saber más de Jesús, y es aquel que lo defenderá de las acusaciones de los otros fariseos (Jn 7,50-51) y, después de la crucifixión, traerá “unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe” para su entierro (Jn 19,39). En este encuentro nocturno, vino adonde Jesús estaba y le dijo: “Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él”. 

Vino de noche porque, siendo un notable del pueblo, no quería ser visto por nadie, pero una vez entrado en las páginas del Evangelio, él también nos representa y, esa noche, es la noche de la fe que siempre hay que fortalecer en el encuentro con Jesús.Lo que el Señor, entonces, dijo a Nicodemo nos lo dice ahora a nosotros que, aunque lo entendamos mejor que aquel judío de buena voluntad, tenemos que seguir interiorizándolo. Tal vez sea por eso que el evangelista le hace hablar en plural (“sabemos que has venido de parte de Dios”), porque somos nosotros quienes estamos al tanto de ello, pero saberlo no ha cambiado aún del todo nuestras vidas. 

         Se habla aquí del significado de la encarnación del Hijo de Dios y de su muerte, de la ofrenda de su vida por toda la humanidad. La imagen a la que se refiere Jesús para hablar de su crucifixión (la serpiente de bronce elevada por Moisés en el desierto), no nos resulta muy brillante, pero debemos fijarnos ante todo en el mensaje. 

La referencia es a un episodio del desierto, narrado en el capítulo 19 del libro de los Números. El pueblo de Israel estaba sufriendo por la invasión de serpientes abrasadoras, que los mordían, y muchos morían, quedando los demás desesperados. Unos cuantos acudieron entonces a Moisés, para que suplicase al Señor que pusiera fin a esa plaga. Moisés lo hizo y el Señor le respondió diciendo: “Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte. Los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla”. Moisés hizo una serpiente de bronce y, así, cuando uno de aquellos reptiles mordía a alguien, éste miraba a la serpiente de bronce y salvaba la vida.

         “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto”, dice Jesús a Nicodemo, “así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna”. Seguro que Nicodemo no entendió lo que Jesús le decía aquella noche, pero nosotros, aunque esa imagen de la serpiente nos incomode, entendemos bien que está hablando de su elevación en la cruz y que mirándole a Él que nos mira desde esa altura, experimentamos su amor y el del Padre.

         Y, de hecho, es esta la explicación que añade Jesús aquella noche que, con San Juan de la Cruz, podríamos definir “amable más amable que la alborada”. “Porque tanto amó Dios al mundo”, sigue diciendo, “que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Los grandes teólogos del pasado reciente, olvidándose de estas palabras, decían que Dios envió al Hijo para que le pudiese ofrecer un sacrificio a la altura de la ofensa recibida por los hombres, pero, asustando de este modo a mucha gente, se equivocaban. Dios”, sigue explicando Jesús, “no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. 

         Siguen, en verdad, unas palabras duras, pero también éstas hay que entenderlas en su justo sentido. Si las leemos bien, nos damos cuenta de que no hablan de una reprobación por parte de Dios, sino de una auto condena, implícita en las decisiones que toma cada uno. Si uno, por ejemplo, prefiere la oscuridad a la luz, quedará en las tinieblas, así como uno a quien no le gusta trabajar se quedará sin nada. Una enseñanza que es la misma que se encuentra en el Salmo 1, donde se habla de la felicidad del Justo trabajador, que es como un árbol plantado al borde de la acequia y da fruto en su sazón, sin que se marchiten sus hojas, a diferencia del impío (del bobo) que es paja que arrebata el viento. De hecho, “el Señor conoce el camino de los justos”, así termina el salmista, “pero el camino de los impíos acaba mal”. No es que Dios condene al impío, es que su conducta sin sentido no lo conduce a ninguna parte y, por eso, su camino acaba mal. 

Lo mismo quiere decir Jesús cuando añade que “el que cree en Él no será juzgado y el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios”. No es Dios quien le condena, sino que él no aprovecha su ofrenda de amor, prefiriendo quedarse solo y arreglarse como puede.  Esto quiere decir Jesús al añadir que el juicio coincide con lo que ha pasado y puede seguir pasando: “Que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas”. ¿Por qué? Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

         Un hombre que había vivido unos seis años al borde de las calles esclavo del alcohol y de la droga, engañando a sí mismo y a su familia y que, al final, había tenido la fuerza de levantarse, volviendo a acercarse a Dios, lo explicaba justamente como una experiencia de este tipo. Animado por la caridad de unas personas creyentes, había empezado a darse cuenta de que, a través de ellos, el Señor le iba diciendo: “Si quieres vivir, yo estoy aquí a tu lado. Si quieres morirte, haz como quieras”.   

Bruno Moriconi, ocd

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