Orando con el Evangelio

EVANGELIO: Jn 15,1-8 

Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. 2A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. 3Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; 4permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. 5Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. 6Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. 7Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. 8Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.

Para entender bien estas últimas palabras (Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos), hay que acordarse de lo que dijo Jesús en la página del Evangelio que leímos, hace poco, en el quinto domingo de Cuaresma (Jn 12,20-33). Se contaba en ella que unos griegos, habiendo subido a Jerusalén para celebrar la Pascua, querían ver a Jesús. Él, sin embargo, no quiso recibirlos, porque estaba por llegar su hora y ya no era tiempo de ocuparse en otras cosas. 

Fue aquel el día en que – a la vez que su decisión – confesó también su tristeza. “Ahora mi alma – dijo - está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora” (Jn 12,27). En todo como nosotros, sería esa también para Jesús la petición a elevar (Padre, líbrame de esta hora). Pero – como agrega enseguida - si precisamente por esto había venido en el mundo, “Padre”, añade, “glorifica tu nombre”. Entonces, cuando ahora dice a los discípulos que, “con esto” - el dar “fruto abundante” y el ser “discípulos” [suyos] míos - recibe gloria el Padre, está proponiéndoles a ellos vivir con la misma disponibilidad. 

¿Cómo? 

Manteniéndose unidos a Él. Esto es precisamente lo que expresa con la imagen de la vid que produce uva solo en sus sarmientos buenos, que serán tales en la medida en que sigan nutriéndose de la savia del tronco. Los que no se alimentan de esa fuente se secan y el labrador, que es el Padre, los arranca. A los que dan fruto, en cambio, los poda, para que den más. 

En la cultura hebreo-bíblica, sobre todo en la literatura profética y sapiencial, la imagen de la videstá muy presente. Generalmente simboliza al pueblo de Israel, mientras que aquí, Jesús atribuye a sí mismo esta imagen, añadiendo además que Él es la “verdadera” vid. Pero, así como es verdad que los sarmientos no pueden producir nada si se separan del tronco, lo mismo vale –aunque Jesús no lo diga expresamente - para la vid que, si no tuviera ninguno, sería estéril, no produciría nada (¿¡?). Y es precisamente a nosotros a quien Jesús habla, definiéndose como la verdadera vid. Con Él nace el nuevo pueblo de Dios, el cual no tiene ya como jefe y cabeza simplemente a un hombre, incluso a uno tan grande como Moisés, sino a Jesús, Hijo de Dios y de María. Es esta la vid en la que estamos injertados. 

Sin estar bien unidos a esa vid, no daríamos ningún fruto, pero tampoco tendría sentido un Jesús sin nosotros, desde el momento que ha bajado del cielo para que todos podamos salvarnos en Él. Esto quiere que sepamos nuestro Maestro y Hermano, cuando, hablando con los primeros discípulos, los define sarmientos que solo pueden dar fruto alimentándose con su savia y permaneciendo en el surco trazado por Él. De lo contrario, el Padre hará con nosotros lo mismo que el campesino, quien durante el invierno poda los sarmientos infructuosos y en primavera arranca los brotes inútiles. Más allá de la metáfora y, en otras palabras, permanecer unidos a Jesús significa acoger su palabra y perseverar en el amor enseñado y donado por Él. “Os he dado ejemplo – dijo Jesús a los discípulos acabado el lavatorio de sus pies - para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13,15).

De hecho, esta idea se explicita en esta expresión: “Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado”, que podría resultar difícil de comprender. Jesús ya había dicho algo parecido a Pedro, quien no quería que el Maestro se humillase, con ocasión del lavatorio de los pies, pero que, espantado por la posibilidad de no tener parte con Él, se había declarado dispuesto a que lo bañase del todo. “Uno que se ha bañado – le había respondido Jesús - no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque – dijo refiriéndose a Judas - no todos” (Jn 13,10).

Aquí, en el contexto de la viña, aludiendo también al motivo de su limpieza, les dice: “Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Jn 15,3). Unas palabras que, a pesar de la razón aducida, son todavía oscuras, ya que los discípulos no habían sido salvados (desde el punto de vista cronológico, el Buen Pastor no había todavía dado su vida, ni por ellos, ni por lo demás). La clave es que Jesús les está hablando como si ya todo hubiese pasado. 

De hecho, si bien la pasión, muerte y resurrección de Jesús (nuestro Misterio de la fe), han sucedido en un momento preciso de la historia, siendo Él el Hijo de Dios, lo que ocurrió en esa “plenitud de los tiempos”, es para siempre e incorpora toda la historia y toda la humanidad, precedente y posterior a Él. “Por la palabra que os he hablado”, dice Jesús, o sea, por Él, a pesar de los pecados con que seguían luchando, estaban limpios los apóstoles y todos nosotros. La Palabra de Jesús, en efecto, no es como nuestras palabras. Aquella palabra es Él mismo, Palabra hecha hombre. 

“¿Cómo se hace presente Jesús en las almas?”, se preguntaba Pablo VI. “El pensamiento divino”, respondía, “pasa por la comunicación de la Palabra, pasa por el Verbo, el Hijo de Dios hecho hombre. Podríamos afirmar que el Señor se encarna en nosotros cuando nosotros aceptamos que la Palabra venga a vivir dentro de nosotros". Dicho con otras palabras, estamos limpios si nos dejamos envolver en la obra de Jesús. 

Bruno Moriconi, ocd