Imprimir

EVANGELIO: Mc 16,15-20 

Y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. 16El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. 17A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, 18cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».19Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. 20Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.

Pocos versículos sobre la misión de los discípulos y solo uno para exponer el objeto del misterio que celebramos hoy, o sea, la Ascensión del Señor: “Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios”. Una partida que no supone la pérdida de la presencia del Señor junto a los suyos, sintetizada en el último versículo del Evangelio de Marcos, quien, después de haber narrado el envío de los discípulos por parte de Jesús resucitado, dice así: “Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban”. De hecho, según el final del Evangelio de Mateo, Jesús les había asegurado este nuevo tipo de presencia, invisible pero real. “Yo”, les había dicho, viéndolos tristes, “estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20).

La vuelta de Jesús al Padre no solo es normal desde su propio punto de vista - “No me retengas”, le dice, de hecho, a María Magdalena tan pronto como había salido del sepulcro (la mañana de la resurrección), “no me retengas que todavía no he subido al Padre” (Jn 20,17) -, sino que también es necesaria para los discípulos. En su nombre, ellos tienen que ir al mundo entero para proclamar el Evangelio a toda la humanidad, conscientes de lo que anuncian. En la última cena, Jesús se lo había dicho: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7). 

Lo había afirmado explicándoles enseguida el porqué de la necesidad de este envío. Como todavía no podían entender el misterio de su obra y de su persona, el Espíritu los guiaría hasta la verdad plena (Jn 16,12-13). Y es que, como resulta evidente en la narración de la Ascensión al comienzo de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,1-11), que se lee hoy como primera lectura, a pesar de haber vivido con Jesús todos los dias durante los dos o tres años de su vida pública e incluso después de haberlo encontrado muchas veces resucitado, los apóstoles no habían entendido todavía casi nada.

Efectivamente, pocos instantes antes de que Jesús desaparezca de su presencia, a los apóstoles solo les interesa saber una cosa. “Señor”, le preguntan, “¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?”. Ellos, como también nosotros si fuésemos judíos de aquel tiempo a la espera del Mesías vencedor, creen que su condena solo ha sido un accidente doloroso. Piensan así y, ahora que Dios lo ha resucitado, quieren saber cuándo empezará Jesús a manifestar todo su poder. Sin haber entendido todavía que su reino no es de este mundo, como el mismo Jesús dijo a Pilato, siguen esperando que Él de comienzo a la restitución de la antigua gloria al pueblo de Israel.   

Son pobres hombres, todavía no creyentes y no pueden pensar que Jesús sea el Hijo de Dios que, llegada “la plenitud del tiempo, envió Dios, nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Gal 4,4). Lo sabrán dentro de poco, precisamente cuando reciban el Espíritu, pero, de momento, piensan en modo humano. Por eso Jesús les contesta: “No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hch 1,7-8).

“Dicho esto”, escribe Lucas, “a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Y, como se habían quedado mirando fijos al cielo, esperando que esa partida no fuera real, “se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo” (Hch 1,9-11).

         Siguen siendo unos pobres pescadores de Galilea, no solo porque han nacido en esa región del norte de Israel y no saben hacer otra cosa que echar las redes a los peces, sino porque, no pudiendo entender el valor de lo que realmente ha pasado, siguen pensando a su manera. Como nosotros, también ellos necesitan el Espíritu que les asegure, y nos asegure a nosotros también, que es en la Cruz en la que hay que poner los ojos, porque ese es el lugar desde el que el Hijo de Dios, nacido de Mujer, pensando en todos, ha dicho: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Palabras que nos rescatan de nuestra ignorancia atávica y nos llenan del amor de su mirada.  

 

Bruno Moriconi, o d