Orando con el Evangelio

EVANGELIO: Jn 15,26-27; 16,12-15 

Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; 27y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. […] 12Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; 13cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. 14Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. 15Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará.

         Jesús se lo había dicho en la última cena a los discípulos: que enviaría al Espíritu que les ayudaría a comprenderle plenamente, así como todo lo que había hecho y enseñado. Como hemos visto el domingo pasado, se lo había repetido también antes de sustraerse de su vista y subir al cielo definitivamente. Ante su curiosidad por conocer lo que iba a pasar ahora que estaba de nuevo vivo con ellos, Jesús había contestado que no tenían que hacerse preguntas sobre cosas que todavía no podían entender y, en concreto, los había afianzado con estas palabras: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hch 1,7-8).

 “Mirad”, les había dicho según el final del Evangelio de Lucas, “yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto” (Lc 24,49). Obedientes, los discípulos se habían quedado en Jerusalén y, como se lee en el segundo capítulo de los Hechos, “al cumplirse el día de Pentecostés [los cincuenta dias después de la Pascua], estaban todos juntos en el mismo lugar”, cuando, “de repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados” (Hch 2,1-3).

Según este relato, que se proclama como primera lectura de este domingo de Pentecostés, todos los presentes, junto con María, la madre de Jesús (Hch 1,14), vieron aparecer unas lenguas de fuego que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos. El fuego que, en el Antiguo Testamento, simboliza la presencia de Dios - por ejemplo, en la montaña del Sinaí, se había manifestado en medio de fuego (Ex 19,18) -, representa aquí al Espíritu Santo. 

Llenos todos de esta fuerza divina empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía. Había gente de todo el mundo: judíos, partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Capadocia, del Ponto, del Asia, de Frigia, de Panfilia, de Egipto, de la Libia, ciudadanos romanos, cretenses, árabes y de otras partes. Y, a pesar de que los Apóstoles fueran galileos y poco instruidos, “cada uno los oía hablar en su propia lengua”. 

         No hay que pensar que el Espíritu haya trocado a estos pobres pescadores de Galilea en políglotos, sino que, llenos de su fuerza, ellos empiezan hablando la misma lengua de Jesús que es para todos y que todos, si lo desean, pueden entender. Es la lengua de la salvación que el Espíritu dirige a todos los hombres, una palabra comprensible, una predicación nada humana, sino inspirada desde dentro por el Cielo. Después de todo, es lo que había dicho Jesús, que leemos también en el Evangelio de hoy: “Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí […] no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye […] recibirá de lo mío y os lo anunciará”. 

El Espíritu no dirá nada nuevo, porque todo lo que el Padre tenía que decirnos nos lo ha dicho por medio del Hijo, como subraya muy enérgicamente Juan de la Cruz en el capítulo 22 del segundo libro de Subida del Monte Carmelo. Sería una falta de respeto al Padre, enseña el Santo, esperar que Él nos diga todavía otras cosas. “Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso”, había explicado el mismo Jesús, “os he dicho que [el Espíritu] recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará”. Por lo cual”, escribe, por su parte, san Juan de la Cruz, “el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad” (2S 22, 5).

Así pues, lo único que hay que hacer para ser verdaderos discípulos de Cristo, o sea cristianos, no es esperar siempre nuevas revelaciones desde fuera, sino escuchar al Espíritu que Jesús nos ha enviado para que nos lleve a conocer cada día más el amor con el cual Él nos ha amado. Dicho con otras palabras, está bien pedir oraciones a los demás, pero lo verdaderamente importante para crecer en la fe, es seguir orando, o sea, buscando nuestra misión personal a la escucha del Espíritu.

 

Bruno Moriconi, ocd