Orando con el Evangelio

EVANGELIO: Jn 6,24-35 

Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaúm en busca de Jesús. 25 Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?». 26 Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. 27Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios». 28 Ellos le preguntaron: «Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». 29 Respondió Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado». 30 Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? 31 Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”». 32Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. 33 Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». 34 Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan». 35 Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás.

  

                           

La gente, como hubiéramos hecho nosotros, busca a Jesús por el poder que ha demostrado en la multiplicación de los panes. La narración que hemos leído el domingo pasado terminaba, efectivamente, diciendo que Jesús, sabiendo que la gente iba a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró solo a la montaña. Ahora, viendo que vuelven con el mismo propósito, los reprocha, porque su misión – aunque no pierda ocasión para hacer el bien a todos los que lo necesitan – no es política. Él no quiere ser reconocido tampoco como taumaturgo, sino como el Hijo que el Padre ha enviado como salvador de todos. Por eso a los que han venido a buscarle les habla muy cabalmente:  

En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios”. 

Claro que los que escuchan estas palabras, incluidos los apóstoles, no entienden nada. Preguntan algo (¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?), pero cuando Jesús les contesta que tienen que creer en aquel que el Padre ha enviado, o sea en Él, entienden todavía menos y se desata, además, una polémica con los judíos cultos: “¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná”. El evangelista les pone en la boca hasta una cita de la Biblia. “Está escrito”, dicen, “Pan del cielo les dio a comer”. “Hizo llover sobre ellos maná, les dio pan del cielo”, canta, de hecho, el Salmo 78 al versículo 24.

Y es precisamente aquí donde empieza el largo discurso de la sinagoga de Cafarnaún (Jn 6,22-66) sobre el Pan de vida, que es el propio Jesús, el único que puede dar una vida que no tiene fin. Un discurso difícil de entender, sobre todo en aquel momento cuando Jesús, que tiene la misma apariencia de sus interlocutores, insiste y repite que la verdadera comida es su carne, y la verdadera bebida su sangre (v. 55). 

Pensando en la Eucaristía nosotros lo entendemos, pero aquel día en la sinagoga de Cafarnaún, como veremos en los domingos próximos, muchos de sus discípulos, al oír este duro modo de hablar “se echaron atrás y no volvieron a ir con él” (6,66). Y no solo, porque al ver que también los Doce le miraban sorprendidos, Jesús les preguntará si también ellos querían marcharse. 

Para nosotros es distinto.

Sabiendo que este capítulo sexto del Evangelio de Juan sustituye la institución de la Eucaristía de la que hablan los Sinópticos en la última Cena, entendemos bien lo que Jesús quiere decir en su discurso en la Sinagoga de Cafarnaún, al hablar de su carne y de su sangre, empezando por afirmar que el verdadero Pan que ha bajado del cielo no es el maná del desierto, sino el Hijo que el Padre ha hecho bajar del cielo para dar vida al mundo. De hecho, Jesús está hablando sobre todo de su encarnación, o sea, de que Él, Palabra de Dios, en la plenitud de los tiempos “se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14). 

Como la mujer de Samaria que - al escuchar a Jesús que le aseguraba que el que bebe del agua ofrecida por Él nunca más tendría sed, exclamó: “Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla” (Jn 4,15) -, así los de Cafarnaún le dijeron: “Señor, danos siempre de este pan”. Tampoco ellos, como la samaritana, sabían lo que decían y, sobre todo, no entendieron lo que Jesús les contestó: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”. 

No entendieron ellos, pero lo entendemos bien nosotros, para quienes el Evangelio ha sido escrito. Esta afirmación, además, corresponde a lo que dirá en otra ocasión: “Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6)