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EVANGELIO: Jn 6,41-51 

Los judíos murmuraban de él porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», 42y decían: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?». 43Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. 44Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día. 45Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. 46No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. 47En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna.48Yo soy el pan de la vida. 49Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; 50este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. 51Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».

Continúa el largo discurso de Cafarnaún con la murmuración de los judíos tras la afirmación de Jesús: “Yo soy el pan bajado del cielo”. La dificultad sigue siendo la misma que presentan, en los Evangelios Sinópticos, los de su pueblo, que le conocían como hijo del carpintero y carpintero Él mismo. Aquí estamos en Cafarnaún, la ciudad de Pedro, y los judíos, que representan a todo el pueblo, expresan en forma interrogativa más o menos la misma objeción que los de Nazaret. “¿No es éste Jesús”, preguntan, “el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice [como puede decir] ahora que ha bajado del cielo?”.

         Acostumbrados sobre todo por el cuarto evangelista a culpar a los judíos, podríamos caer en la tentación de pretender que nosotros, a diferencia de ellos, hubiéramos aceptado en seguida que un carpintero cualquiera se presentase como el pan descendido del cielo, pero no seríamos sinceros. Si ahora lo entendemos es porque el Espíritu Santo y nuestros compañeros en la fe (la comunidad eclesial y, en particular, los Santos que han entregado toda su vida al Evangelio) nos guían y apoyan. En aquel entonces, sin embargo, no era posible entenderlo, pero es precisamente esta ininteligibilidad inmediata la que resalta la realidad de la encarnación, que ahora profesamos gracias al testimonio del Evangelio y a las palabras de las cartas a los Gálatas, a los Filipenses y a los Hebreos.

Ahora, por gracia de Dios y sin ser mejores que aquellos que no lo creen, sabemos que, llegada “la plenitud del tiempo” (Gal 4,4), el Hijo de Dios nació de mujer y, aun “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios y, al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres” (Fil 2,7-8). Sabemos incluso que Jesús “ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado” (Hb 4,15). Y que, “aun siendo Hijo, aprendió sufriendo, a obedecer” (Hb 5,8).        

         En la lógica de la fe que nos anima, el silencio de los treinta años de vida oculta de Jesús en Nazaret trabajando como carpintero, habla más que todas las palabras de la teología, porque confirma la autenticidad del envío de su Hijo por parte del Padre, para que naciese “de mujer” y “bajo la ley” (Gal 4,4). Lo envía a nacer como los hijos de los pastores “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12) y a morir condenado entre bandidos, como si Él también lo fuese.  Un nacimiento y una muerte entre personas tan pobres para que todas las demás fuesen incluidas. 

         Nosotros, ahora lo entendemos y damos gracias a Dios por habernos amado hasta ese culmen, pero si lo creemos, no es porque seamos más inteligentes que los demás, sino porque hemos recibido la gracia del Espíritu que nos confirma que no nos equivocamos. De hecho, es lo que dijo Jesús en el mismo discurso de Cafarnaún: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. 

Los “judíos” de aquel día en la sinagoga de Cafarnaún nos representan en nuestra natural incapacidad de creer lo que, en la plenitud de los tiempos, ha pasado una vez por todas [el Padre ha enviado a Cristo, su Hijo, al mundo a nacer de mujer]. Si no fuese por el Espíritu que lo testifica en nosotros, también permaneceríamos en la incredulidad, como el mismo Jesús lo había predicho. Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora”, dijo a los mismos Doce en la última cena, añadiendo que solo con la venida del Espíritu de la verdad, entenderían todo (Jn 16,12-13).  

Jesús se presenta como aquel que, estando junto a Dios, ha visto al Padre y añade que “el que cree tiene vida eterna”. Gracias al Espíritu Santo entendemos que no se trata simplemente de una promesa que nos asegura el cielo, sino de una llamada a acoger a Jesús como el Hijo de Dios hecho hombre, lo que nos permite descubrir nuestra propia condición filial. 

Llevados por el Espíritu entendemos que, cuando Jesús afirma ser “el pan de la vida”, no habla solo de su presencia en la Eucaristía, sino, más ampliamente, de Él mismo venido al mundo como nuestro hermano. Lo mismo percibimos cuando habla de la necesidad de comer su carne para tener una vida que no acabe. Su carne indica, efectivamente, su condición humana y comer de ella quiere decir aceptar que, en verdad, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).

 

Bruno Moriconi, ocd