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EVANGELIO: Lc 1,39-56

En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; 40 entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41 Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo 42 y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! 43 ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? 44 Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. 45 Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá». 46 María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, 47 se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; 48 porque ha mirado la humildad de su esclava. | Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, 49 porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: | su nombre es santo, 50 y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. 51 Él hace proezas con su brazo: | dispersa a los soberbios de corazón, 52 derriba del trono a los poderosos | y enaltece a los humildes, 53 a los hambrientos los colma de bienes | y a los ricos los despide vacíos. 54 Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia 55 — como lo había prometido a nuestros padres— | en favor de Abrahán y su descendencia por siempre». 56 María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa.

La asunción de María al cielo es un Dogma de fe de la Iglesia, según el cual María, Madre de Jesús, al final de su vida terrenal, fue acogida en cielo en alma y cuerpo. Convencidos que María, en todo una con el Hijo, no pudo quedar lejana de Él, los cristianos empezaron a celebrarla como asunta en cielo ya a partir del siglo quinto, aunque la proclamación oficial de este misterio solo tuvo lugar en el 1950, siendo Papa Pio XII. "La Virgen María", se lee en el documento de proclamación Munificentissimus Deus, "completado el curso de su vida terrenal, fue asunta a la gloria celeste en alma y cuerpo".

Si fue asunta después de haber muerto o dormida no importa mucho. De hecho, en Jerusalén hay dos iglesias, una de la dormición de María en el alto de la ciudad, y otra abajo, cerca del arroyo Cedrón donde se venera su sepulcro. A pesar de ser un protestante, el gran psicoanalista Carl Gustav Jung (1875-1961) quedó impresionado por la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen y dijo que sólo una mente privada de sensibilidad psicológica, podía escandalizarse de ello, mientras esta presencia femenina junto a la Trinidad era algo verdaderamente deseable y admirable.

         Habiendo ocurrido no se sabe cuántos años después de la resurrección y ascensión del hijo Jesús y no encontrando ninguna mención al hecho en las fuentes neo testamentarias, el Evangelio elegido para esta fiesta de la Virgen es aquel de la visita de María a Isabel (Lc 1,39-56), donde destaca sobre todo su Magníficat.  

         Fijémonos entonces sobre la parte central empezando por Isabel que, después de haber llamado a su prima María bendita entre las mujeres, y haberse dicho indigna de la visita de la Madre de su Señor a su casa, la declara bienaventurada. “Porque”, le dice, “has creído que lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. En la boca de Isabel, no se trata de una declaración ligera, sino fruto de su misma experiencia. Ella misma ha tenido que creer posible concebir a una edad avanzada, sobre todo en los primeros meses cuando, todavía, nada parecía cierto. Dice la tradición que Isabel estaba escondida por haberse encontrado embarazada a su edad, pero tal vez también porque quería cerciorarse que fuese verdad, como lo era ahora que estaba ya en el sexto mes. Sabía Isabel, lo que le había costado creer y, ahora, al reconocer este esfuerzo vencedor en su joven prima, la declara bienaventurada porque ha creído.    

¿Y María? ¿Cuál fue su reacción a esta alabanza? ¿Se sonrojó de vergüenza? ¿Dijo que no era para tanto, como, a lo mejor, hubiéramos dicho nosotros intentando ser modestos? Nada de todo eso. María dijo: “Yo enaltezco [magnificat anima mea] la grandeza del Señor, y me alegro en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humilde condición [humilitatem] de su sierva”.

El secreto de la santidad de María y de todos los demás, está en esta conciencia que la traducción, a partir del latín y no del texto original griego, ha hecho creer que humilitaten signifique humildad en el sentido de la virtud y no de la condición. El término griego empleado por el evangelista es tapeínôsin que significa condición humilde. María enaltece al Señor, no porque se ha dado cuenta de lo humilde y sumisa que es ella, sino porque el Altísimo se ha dignado mirarla, tan marginada socialmente. Que, luego, María sea la más humilde y disponible sierva del Señor no hay duda alguna, pero no es de su calidad espiritual de la que está hablando ella, sino de la gracia que Dios, sin merecerlo, le ha hecho: posar su mirada sobre su pequeñez (tapeínôsin).

Aquí está la grandeza de María y de todos los santos: en el darse cuenta de la mirada de amor con la cual Dios mira a cada uno de sus hijos, los hombres y las mujeres. Y cuando añade que desde ahora la “felicitarán todas las generaciones”, es por la misma razón: “Porque Dios ha hecho obras grandes” en ella. Su fuerza y su fidelidad está toda en esta conciencia de haber sido llamada a colaborar, ella tan pobre de medios humanos, con el mismo Dios.     

         Una conciencia que María fue renovando cada día, conservando todas las cosas que acaecían a ella y a su hijo Jesús, “confrontándolas” (Lc 2,19) en su corazón con la certeza divina recibida en la Anunciación hasta la cruz. Tan unida al Hijo que no podía no seguirlo enseguida allá donde, resucitado, Él ha vuelto para preparar una morada para todos. Ascendido Él, junto a su Padre celestial, ha querido también a su Madre terrenal. Cercanos a Él y a Ella estarán, en todo caso, todos sus hermanos y hermanas, nosotros, por los que ha dado la vida en la cruz.

 

Bruno Moriconi, ocd