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EVANGELIO: Jn 6,60-69

Muchos de sus discípulos, al oírlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?». 61 Sabiendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os escandaliza?, 62 ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? 63 El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. 64 Y, con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen». Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. 65 Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede». 66 Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. 67 Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». 68 Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; 69 nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».

Las últimas palabras de Jesús leídas el domingo 8 de agosto habían sido estas: “Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”. Y es sobre todo a éstas a las que se refiere la reacción con la cual empieza la parte del Evangelio que leemos este domingo veintiuno del Tiempo Ordinario. Al oír estas palabras, escribe, efectivamente, Juan, los que escuchaban dijeron: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”.

Ya hemos hablado de la dificultad de entender las palabras de Jesús y su misterio personal [Hijo de Dios hecho hombre] sin la guía del Espíritu, y lo que sucede al final de este largo y arduo discurso de Cafarnaún lo confirma. Las únicas palabras que cuentan, en efecto, son las que Pedro pronuncia en nombre de todos los discípulos: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú [solo]tienes palabras de vida eterna”. Una magnífica declaración que, a pesar de que el discípulo la haya pronunciado y entendido, aquel día en Cafarnaún, corresponde a la profesión de fe madura, no sólo de Simón una vez convertido en guía de los demás, sino de los creyentes de todos los tiempos hasta nosotros y después de nosotros.

Aquel día de Cafarnaún, al oír esas difíciles palabras de Jesús, muchos de sus discípulos no pudieron soportarlas y “se echaron atrás y no volvieron a ir con él”. Por su parte, Jesús, mirando a los ojos de los Doce se dio cuenta de que también ellos estaban turbados y, viéndolos dudosos y entristecidos, les preguntó: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Afligidos todavía más por esta pregunta, nadie sabía que decir, pero Simón Pedro les quitó la turbación con la más bella profesión de fe que uno puede hacer en momentos como aquellos, cuando la grandeza del misterio pende sobre nosotros y nos abruma.

“Señor”, contestó, “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. Palabras que ahora están allí en el Evangelio, para nosotros en los momentos de duda, cuando, ante las contradicciones de la historia personal y social, nos resulta difícil seguir creyendo y la tentación de dejarlo todo nos asalta. Por poco doy un mal paso, casi resbalaron mis pisadas”, había confesado el mismo salmista en el Salmo 73,2.

“Envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados”, cuenta en el versículo 3. “Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana?”, se iba diciendo (v.13). El salmista iba cavilando hacer como todos, y su corazón se agriaba y le punzaba su interior, cuando, después de una lucha muy dura, de repente, logró entrar en el Misterio de Dios y se dio cuenta de que estaba pensando como “un necio y un ignorante”, y que estaba ante el Señor como “un animal” (v.22).

En aquel momento, diciéndolo a su Dios, se dijo a sí mismo: “Pero yo siempre estoy contigo, tú agarrarás mi mano derecha; me guías según tus planes, y después me recibirás en la gloria. ¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra? Se consumen mi corazón y mi carne; pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo” (vv. 23-26).

En los momentos de desorientación, también nosotros podemos seguir salvándonos, pronunciando repetidamente las mismas palabras del Salmista (“Pero yo siempre estoy contigo”) o las de Pedro: “¿Señor, a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.

En los momentos de duda, es ésta la oración más sincera, humilde y sensata. Una oración cabal y cuerda porque conocemos a Jesús lo suficiente como para no abandonarlo. No hay que precipitarnos, pero tampoco es bueno quedarnos sin luz. Por eso, vamos repitiéndonos, hablando al mismo tiempo con el Señor: “¿A quién voy a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; yo lo creo y se quién eres para mí. ¿Con qué podría sustituir tu Evangelio? ¿Dónde podría encontrar una Noticia mejor que la tuya?”

 Bruno Moriconi, ocd