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EVANGELIO: Mc 13,24-32

24 En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, 25 las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. 26 Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria; 27 enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. 28 Aprended de esta parábola de la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; 29 pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que él está cerca, a la puerta. 30 En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. 31 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. 32 En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre.

Estamos al final del capítulo 13 del Evangelio de Marcos, paralelo de Mt 24 y Lc 21 que recogen un complejo discurso escatológico que, sin embargo, no se refiere al fin del mundo, sino al cumplimiento de la salvación en Cristo. El lenguaje es apocalíptico y algo aterrador, pero hay que leerlo teniendo en cuenta cómo empieza y quién es su autor, es decir, nuestro Señor Jesucristo que no ha sido enviado “al mundo para juzgarlo [ni para atemorizarlo], sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,17).

          De hecho, el capítulo 13 de Marcos empieza así: “Y cuando salía del templo le dijo uno de sus discípulos: Maestro, mira qué piedras y qué edificaciones. Jesús le respondió: ¿Ves esos grandes edificios?; pues serán destruidos, sin que quede piedra sobre piedra. Y sentado en el monte de los Olivos, enfrente del templo, le preguntaron Pedro, Santiago, Juan y Andrés en privado: Dinos, ¿cuándo sucederán estas cosas?, ¿y cuál será el signo de que todo esto está para cumplirse?” (vv. 1-4).

         

          Jesús, entonces, sale del templo por última vez, o sea, para nunca más volver a él y, al hacerlo, está encarnando a “la Gloria del Señor”, de la que habla Ezequiel en el capítulo 10 de su libro, que “salió del umbral del templo y se colocó sobre los querubines” (v. 18). Jesús sale del templo que - como dice a sus discípulos - está terminando su función. Sus grandes edificios serán destruidos al punto que no quedará piedra sobre piedra, será, en efecto, demolido por los romanos en unos treinta años (en el 70 d.C.), pero desaparecerá, sobre todo, porque el nuevo templo es Jesús. Como había dicho a la Samaritana, estaba próxima la hora “en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad [o sea, en Él], porque el Padre desea que lo adoren así” (Jn 4,23).

          Efectivamente, el discurso escatológico como tal empieza una vez que los discípulos y Jesús han llegado al monte de los Olivos y, desde allí, ven todavía el templo, que tienen enfrente. Es entonces, de hecho, que Pedro, Santiago, Juan y Andrés (no está claro el por qué de este “cuarteto”), en privado dicen a Jesús: “Dinos, “¿cuándo sucederán estas cosas?, ¿y cuál será el signo de que todo esto está para cumplirse?”. El detalle de estar enfrente del templo no es una pequeñez, porque establece que las cosas que tienen que pasar se refieren al “cambio de guardia” entre el templo y Jesús, desde su vuelta al Padre, el único y verdadero mediador entre los hombres y Dios Padre.

“Estad atentos para que nadie os engañe” (Mc 13,5), empieza diciendo Jesús a sus discípulos que, al escuchar hablar de la destrucción del templo, como simples judíos que son, han pensado en el fin del mundo y están asustados. Por su parte, Jesús los exhorta a dejar de lado el alarmismo y a saber discernir las cosas. En lugar de pensar en el futuro, tienen que mirar al presente para obrar según el ejemplo que les ha dado Él. Los acontecimientos negativos representan lo que, desafortunadamente, pasa en la historia desde siempre, la realidad que, sin mudarla, ha vivido el mismo Hijo de Dios y, por tanto, pueden vivir también sus discípulos, con la certeza que la última palabra no es la del Mal, sino la del Bien.

          Por lo que se refiere al párrafo propuesto en este domingo (Mc 13,24-32), entonces, no hay que dejarse espantar por las misteriosas convulsiones cósmicas que en él se cuentan (el sol que se oscurece, la luna que ya no resplandece, las estrellas que caen del cielo, los astros que se tambalean), sino alegrarse por la victoria del “Hijo del hombre [que aparece] sobre las nubes con gran poder y gloria”. El fin del mundo no está determinado por el fracaso de todo, sino por el cumplirse de todas las esperanzas. Por eso, la oración de los creyentes es la del 1Cor 16,22 y Ap 22,20: Maraná thá (¡Ven, Señor Jesús!), o bien Marán athá (el Señor viene). Podéis estar tranquilos, quiere decirnos Jesús, ya que “enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo” (v.27).

         Los discípulos tienen que mirar a la higuera. Solo una – que produce solo hojas y, además, fuera de tiempo como el templo y la vieja ley -, había sido maldecida. “Nunca jamás coma nadie frutos de ti” (Mc 11,14), le había dicho Jesús. Pero la higuera de la que habla ahora y a la cual hay que mirar representa el nuevo reino, iniciado por Jesús con su muerte y su resurrección.

“Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que Él está cerca, a la puerta”, les dice Jesús. El verano es la estación de los frutos y Jesús es el primero y la causa de la salvación de una larga serie de hermanos. Él está cerca, a la puerta. A los tres días de ese momento histórico, pero coincidiendo, ese mismo momento, con la plenitud del tiempo, como la llama Pablo (Gal 4,4), el Resucitado sigue llegando siempre.

Cuando, entonces, Jesús añade que no pasará esta generación sin que todo suceda”, está hablando de la generación de sus discípulos que le verán resucitado, pero también habla para la sucesiva hasta la nuestra y para las que tienen que pasar después de nosotros. De hecho, añade Jesús, “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Igualmente, cuando dice que, en cuanto al día y la hora, nadie sabe, “ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre”, no se refiere únicamente al misterioso fin de la historia.

Aquel día y aquella hora pascual, siendo el día de su muerte y resurrección, lo puede vivir toda persona, y el mundo entero, cada día de esta vida y en el día de la muerte. No conocemos el día de su última venida, ni tampoco el Hijo de Dios, en cuanto nuestro hermano (Hijo del hombre) puede revelarlo, pero Él nos ha dicho todo lo que es necesario para seguirle como hijos del mismo Padre. A cada uno toca el saber vivir como si cada día pudiera ser el último.

Bruno Moriconi, ocd