Orando con el Evangelio

EVANGELIO: Lc 3,10-18

10 La gente le preguntaba [a Juan Bautista]: «Entonces, ¿qué debemos hacer?». 11 Él contestaba: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo». 12 Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?». 13 Él les contestó: «No exijáis más de lo establecido». 14 Unos soldados igualmente le preguntaban: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?». Él les contestó: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga». 15 Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, 16 Juan les respondió dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; 17 en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga». 18 Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.

El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene;

y el que tenga comida, haga lo mismo

Una pregunta como ésta (¿qué debemos hacer?) es una noble pregunta, pero no es la que espera Jesús de nosotros, sus discípulos. Sigue siendo también la nuestra, pero una vez que hemos conocido quien es Él de verdad, sabremos entender cada vez mejor cuán radical sea la respuesta. Es más o menos la misma pregunta que presentó aquel joven rico que un día, llegando al lugar donde estaba Jesús con sus discípulos, le dijo: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”.

De inmediato, Jesús le respondió como le hubiera contestado cualquier buen rabí judío, recordándole los mandamientos (No mates, no cometas adulterio, no hurtes, no des falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre). No obstante, al darse cuenta de que ese hombre había guardado todo esto desde siempre, Jesús, lo miró con gran ternura [lo amó, dice el texto] y, viendo en su cara la del posible discípulo ideal, le dijo: “Una cosa te falta: vete a vender cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; entonces vuelve y sígueme”.

Aquel santo varón se fue entristecido, no queriendo dejarlo todo, pero ir detrás de Jesús sigue siendo lo que Él espera de cada uno de nosotros. No porque los mandamientos ya no tengan valor, sino porque para ponerlos en práctica como el Padre del cielo espera, hace falta comprender que somos hijos en el Hijo Jesús y, entonces, ya no nos pesan, porque cada vez más nos nacen del corazón como nuestros.

“Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo”, ya había prometido el Señor a través del profeta Ezequiel, “[…] infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos” (Jer 36,26-27). Y, con palabras más claras, por medio de Jeremías, había dicho: “Ya no tendréis que enseñaros unos a otros […], pues todos me conocerán” (Jer 31,31-34)

Pero, mientras Juan Bautista está anunciando la necesidad de preparar su venida, Jesús no se ha manifestado todavía. En el Evangelio de hoy, nos encontramos aún en el desierto de Juan Bautista, el encargado de anunciarlo y es normal que la gente acuda a este profeta con la pregunta que cualquier persona de buena voluntad haría a un hombre de Dios. Esa gente, de hecho, habiendo oído de su boca la necesidad de dar el fruto que pide la conversión en vistas a la venida del mesías, le preguntaba: “¿Qué debemos hacer, entonces?”.

Y él les da consejos que, a pesar de ser discípulos de Jesús, también son valiosos para nosotros. Lo dirá el mismo Jesús con estas palabras: “¡No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas! No he venido a abolir, sino a dar plenitud” (Mt 5,17). Jesús no invalida la Ley antigua, sino que la lleva a cumplimiento otorgándole todo su sentido en su misma persona y con las obras que cumple. La Ley se transforma en camino para andar tras Él y convertirse en sus discípulos, o sea, en hijos y familiares de Dios.

Los consejos de Juan siguen siendo buenos para nosotros los cristianos, sobre todo porque nos sitúan frente a ocasiones concretas de la vida.El que tenga dos túnicas” les decía Juan a todos, “que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo”. Vinieron a bautizarse incluso unos recaudadores de impuestos en nombre de los opresores romanos (los “publicanos”) y le preguntaron: “Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?”. “No exijáis más de lo establecido”, respondió muy sencillamente. Y a unos soldados que igualmente le preguntaban lo que tenían que hacer ellos, dijo: “No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con vuestro sueldo”.

         No sabemos si alguno de los que preguntaban pusieron estos consejos en obra. Tal vez, no solo Juan Bautista predicaba en el desierto, sino que predicaba al desierto, como le sucedió también a Jesús, que no fue reconocido por nadie hasta que se mostró vivo después de la muerte y envió su Espíritu para guiar a sus discípulos hacia la Verdad, o sea, a Él con todo el corazón.

Jesús todavía no había aparecido y Juan, a la gente que se preguntaba si no sería Él el Mesías que sus palabras sugerían cercano, les respondió: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Como se puede ver, no solo Juan niega ser Mesías, sino que confiesa no ser ni siquiera digno de ser su discípulo. Lo dice refiriéndose a la imagen del “desatar la correa de las sandalias”, una acción típica de los discípulos hacia su maestro.

Juan es el más grande de todos, dirá un día Jesús, pero pertenece todavía al Antiguo Testamento, como se puede deducir de lo que afirma del Mesías. “En su mano”, grita, “tiene el bieldo para aventar su parva (su mies), reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga”.

El Bautista es el verdadero profeta de Jesús, el que, según el cuarto evangelio, lo señala incluso como “el Cordero de Dios”, pero sigue imaginándolo a la luz de lo que en aquel tiempo se podía esperar del Mesías. Nadie hubiera podido pensar que fuera el Hijo de Dios y que, incluso, en lugar de tener en su mano el bieldo para aventar su parva y quemar a los pecadores representados por la paja, se dejaría crucificar para salvar a todos.

Por eso, Jesús, aquel día que habló de Juan a la gente, dijo: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: “Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”. En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de Dios es más grande que él” (Mt 11,7-11).

Con “el más pequeño en el reino de Dios”, Jesús está hablando de nosotros. ¿Más grandes que Juan Bautista? Ciertamente no, si nos referimos a su vida y a su martirio. En ese sentido, es el más grande de todos, pero si consideramos que nosotros hemos tenido la oportunidad de ser discípulos de Jesús crucificado y resucitado, entonces sí, sin ninguna duda. Tenemos una oportunidad más grande, y si todavía no somos verdaderos discípulos, el deseo de llegarlo a ser pidiéndoselo al mismo Señor, ya es algo que merece un gran agradecimiento.

 

Bruno Moriconi, ocd