Imprimir

EVANGELIO: Lc 1,39-45

39 En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; 40 entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41 Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo 42 y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! 43 ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? 44 Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. 45 Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».

    

Desaforadamente el evangelista Lucas, preciso en otras ocasiones en proveer detalles, sobre el viaje de María hacia la casa de Isabel - a pesar de que no se trate de un recorrido irrelevante para una joven de unos quince años - no da alguna información. Y eso, cuando se observa que entre Nazaret y Ein Karen, donde se encuentra la casa de Isabel (en la montaña de Judá) hay unos 145 kilómetros que, en el coche, son practicables, hoy (calle Ramalla-Nablus), en aproximadamente una hora y media. Una distancia que, andando, requiriendo al menos treinta horas, no permite pensar que María la haya podido recorrer sola. No tanto por la fatiga física, sino por los riesgos que habría podido correr.

Una de las hipótesis que se podrían hacer - no viviendo María todavía con José, su prometido esposo (Mt 1,18), y estando todavía con sus padres (Joaquín y Ana, según el Protoevangelio de Santiago) - es que su padre, seguramente después de haber hablado también a José, la haya confiado a un amigo honrado que, teniendo que ir a Jerusalén con un carro o con unas cabalgaduras por sus asuntos, habría podido dejarla en Ein Karen que, en fin, tiene calles y se encuentra a solos siete u ocho kilómetros de la capital. Ese tiene que haber sido el caso o algo similar debe haber pasado. Siendo su estado de espera todavía muy reciente, sus padres no pudieron todavía sospechar nada y, a José, María lo habría confiado a su vuelta. Más bien, nada nos impide pensar que ella hubiera salido de viaje con la esperanza también de recibir de la anciana prima un buen consejo sobre cómo hablar de su misterioso y delicado estado a su querido esposo.

Volviendo, de todos modos, al evangelio, "por aquellos mismos días”, se limita a escribir el evangelista, “María se puso en camino y se fue de prisa a la montaña, a un pueblo de Judea" (v. 39). Con esta simple indicación (“aquellos mismos días”), nos quiere informar que, después del diálogo con el ángel Gabriel y su consentimiento, María, hablando en casa con su padre y su madre del extraordinario estado de Isabel y de su necesidad de ayuda, se había propuesto de ir, cuanto antes, a vivir con ella los meses que faltaban al parto de la anciana familiar.

El hecho de ponerse en camino “de prisa", además de marcar su caridad (Isabel, aunque viva tan lejos, está ya en el sexto mes y necesita ayuda), subraya también que, llena de gracia (Lc 1,28), María se siente impulsada a ir a compartir su alegría y su temor de no estar a la altura de tanto misterio. Una “prisa” que, recién salida del encuentro con la voz del Señor en la Anunciación del ángel, se hace oración que la sostiene en el largo camino hacia las montañas de Judea.

Más allá del mensaje cristológico - la salvación que, a través de María (nueva Arca de la Alianza que lleva al Señor), se acerca a Israel (Isabel) -, el episodio de la Visitación, en que las dos mujeres corren a abrazarse, es rico en importancia, no solo para entender bien como vivir la fe, sino también como orar o como moverse y obrar en la presencia del Señor.

Lo que se vive en el Señor, como lo encontramos en este encuentro de Ein Karen, es un dar y recibir en el poder del Espíritu, que, después de bajar sobre María, llena ahora a Isabel (vv. 35.40). María, saludada por el ángel, saluda a su vez a Isabel (vv. 28.40). Y lo mismo que el saludo del ángel había llevado a María, primero a turbarse y luego a una disponibilidad total (v. 29), su saludo hace saltar de alegría el seno de su prima y que le llegue, a ella también, la plenitud del Espíritu.

Por su parte, Isabel, gracias al mismo Espíritu, reconoce en María la bendición de Dios y la llama dichosa (vv. 41-45). De los labios de Isabel llegan a María dos grandes títulos: “Bendita entre las mujeres” y “Madre del Señor” (vv. 42-43) y una bienaventuranza: “¡Dichosa tú que has creído, porque se cumplirá lo que el Señor te anunció!” (v. 45).

María, venida para ayudar, y por la necesidad de ser reconocida y comprendida por alguien, calla y escucha. No sólo no se desluce, sino que, reconociendo en las palabras de Isabel una confirmación de su fe y mucho consuelo, abriendo también ella los labios, proclama la grandeza del Señor (su Magnificat). Y es así que el encuentro entre las dos primas, cada una a su manera visitadas por el Espíritu, se convierte en oración para cantar las maravillas de la salvación operadas, no sólo en María sino también a su alrededor.

Una oración en que la alegría y la exultación, provocadas por el Espíritu se tornan en compartir y en caridad recíprocos y espontáneos. Tan naturales que, como si María (¡la Madre del Señor!) no tuviese nada más importante que hacer, se queda con Isabel todo el tiempo que su prima la necesite, o sea, los tres meses que faltan para el parto. “María se quedó con ella”, escribe el evangelista al final del episodio, “unos tres meses y [solo después] volvió a su casa (Lc 1,56).

         Eso sí, no olvidemos sin embargo que, bajo la pluma del evangelista, estos “tres meses” - refiriéndose a 2Sam 6,11, donde se lee que “el Arca del Señor [recuperado de las manos de los enemigos de Israel] permaneció tres meses en la casa de Obededón, de Gat” antes de ser llevada a Jerusalén por David -, tienen sobre todo un significado cristológico. Quieren decir que, ahora, el nuevo Arca es María que, en la casa de Isabel, representante entonces del pueblo de Israel, y en la casa de todos a lo largo de los siglos, tiene la misión de traer al Hijo de Dios.

Es a través de la Virgen Madre que el Hijo de Dios ha hecho su entrada en el mundo para siempre. Hasta el punto de que cuando se invoca a la Virgen, implícitamente, siempre se invoca también a su Hijo.

 

Bruno Moriconi, ocd