Orando con el Evangelio

EVANGELIO: Lc 2,16-21

Fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho. Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

El griego Θεοτόκος (Theotókos), en latín, Deīpara o Deī genetrix, literalmente quiere decir “la que dio a luz a Dios”. Es el título que la Iglesia cristiana da a María en referencia a su Hijo Jesús que Dios, Él mismo, lo es también del Padre celestial. El título se definió en el Concilio de Éfeso de 431, que lo explicó con estas palabras: “[La llamamos] Madre de Dios [...] no ciertamente porque la naturaleza del Verbo o su divinidad hubiera tenido origen de la Santa Virgen, sino que, porque nació de ella el santo cuerpo dotado de alma, a la cual el Verbo se unió sustancialmente, se dice que el Verbo nació según la carne”.

El sentido y el significado teológico que el Concilio quiso dar a ese título fue enfatizar que el hijo de María, Jesús, era completamente Dios, y también completamente hombre, tal y como había sido afirmado en el primer Concilio de Nicea del año 325. Con otras palabras, que las dos naturalezas de Cristo (la humana y la divina) están unidas y son inseparables en una sola persona, la segunda de la Santísima Trinidad.

Dante, en el canto XXXIII de su Paraíso lo canta con estas palabras que, en español, pueden ser traducidas más o menos así: “Virgen Madre, hija de tu mismo Hijo, la más humilde y la más alta de todas las criaturas, término fijo de la sabiduría divina, tanto has ennoblecido la naturaleza humana que su Creador no desdeñó hacerse su criatura”. Sí, porque María es el lugar del encuentro entre Dios y el hombre. Dios, que ha creado al hombre a su imagen y semejanza, en María, se hace Él mismo, en su Hijo, esa imagen y semejanza. A Dios, que nadie lo ha visto jamás - como se lee en el Prólogo del Evangelio de Juan - el Hijo unigénito, lo ha dado a conocer como hijo de María.

Es lo que profesa nuestra fe con las palabras de Pablo que, a los Gálatas, escribe que “cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial” (Gal 4,4-5). Y es por esta razón que celebramos a María como Madre de Dios. No tanto para honrarla a Ella, que tampoco lo necesita, sino para tomar conciencia de nuestra dignidad como hermanos de ese Hijo suyo y del Padre.

Si el Hijo de Dios se hace Hijo de María, se hace al mismo tiempo hermano nuestro que, en fuerza de esta relación, nos convertimos en hijos de Dios su Padre, e hijos de su Madre. No hubiera sido necesario decírselo, pero Jesús, antes de morir en la cruz quiso expresarlo claramente. “Mujer”, dijo a su Madre, indicando al discípulo amado que nos representaba a todos, “ahí tienes a tu hijo”. Eso le dijo a Ella, para añadir enseguida, volviéndose al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”.

Por su parte, María no dijo una palabra, pero, como había aceptado a su Hijo de la mano del Padre, nos aceptó entonces a nosotros de la mano de Jesús. Tampoco el discípulo dijo nada pero, indicándonos lo que nos conviene, el evangelista anota que, desde aquella hora, el discípulo recibió a María como algo propio”.