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EVANGELIO: Lc 13,1-9

1 En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. 2 Jesús respondió: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? 3 Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. 4 O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? 5 Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». 6 Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. 7 Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”. 8 Pero el viñador respondió: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, 9 a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».

         Parecen dos cosas que no tienen relación entre ellas (lo que dice Jesús sobre los dos infortunios que han pasado en Jerusalén y la parábola de la higuera que no da fruto desde ya hace tiempo), pero, al pensarlo bien, nos damos cuenta que no es así. Mirándolo bien, hay tres enseñanzas sobre el mismo argumento de la conversión:

         En la primera, Jesús se empeña en clarificar que en las adversidades que nos pueden pasar en la vida, Dios no tiene nada que ver. Las causas pueden ser naturales (la torre en Siloé que cayendo mató a dieciocho personas) o fruto de la maldad humana (los galileos asesinados por Pilato mientras ofrecían sacrificios en el templo), pero nunca enviadas por Dios. Israel, como todos seguimos haciéndolo instintivamente, lo había pensado y también escrito como palabra de Dios,[1] pero ahora ha venido al mundo Jesús, la Palabra única y definitiva de Dios, como se lee en el comienzo de la carta a los Hebreos[2], para decir que no es así. Después de todo, el Señor ya se había pronunciado por medio del profeta Ezequiel. “Yo no me complazco en la muerte de nadie”, había dicho. “Convertíos y viviréis” (Ez 18,32).

Palabras, éstas de Ezequiel, que nos llevan a entender la segunda enseñanza de Jesús. Los que han sido muertos por desgracia o por la maldad de Pilato, si bien pecadores como todos, no han muerto por sus pecados. “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto?”, pregunta a los que habían venido a contarle el triste suceso. “Os digo que no”, añade perentorio y, queriendo poner fin a estos pensamientos inútiles, les habla de lo que verdaderamente importa, o sea, la conversión. “Si no os convertís”, dijo también a los otros que habían venido a contar lo de la torre caída, “todos pereceréis lo mismo”. No volver al Señor es como morir e incluso esas desdichas podrían ser ocasiones para despertar a esa necesidad.

 

         Y llegamos así a la tercera enseñanza contenida en la parábola de la higuera (figura de Israel y de cada uno de nosotros). Su dueño (figura de Dios), no encontrando nunca higos en sus ramas, dice a su viñador (figura ciertamente del Hijo de Dios, o sea de Jesús), que ya sería hora de cortar ese árbol inútil. “Ya ves”, le dice, “tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala”. Ahora bien, si el viñador es el Hijo de Dios, los tres años son el tiempo del ministerio público de Jesús que, de momento, no ha convertido a nadie y, humanamente sería ya el momento de terminar con todo.

¡Humanamente!

Pero, como el viñador es Jesús que ha venido para salvarnos, pide todavía otro tiempo: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”. No hay que pensar, sin embargo, que Jesús sea más bueno que el Padre, como, a veces, pensamos que lo sea la Virgen más que Jesús y haya necesidad de que Ella lo ablande. El Hijo y el Padre tienen el mismo proyecto de salvar a todos, y los dos están haciendo lo posible para que lo entendamos. “Tanto amó Dios al mundo”, dijo el mismo Jesús a Nicodemo, “que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

Claro que, si no lo entendemos, somos inútiles como esa higuera. El Señor tendría que cortarnos, si Dios no cesase de esperarnos a cualquier hora, como aquel padre de la parábola el hijo perdido. Pero un día tenemos que darnos cuenta de eso y empezar a trabajar como hijos, si nos habíamos alejado, y ya no como esclavos (si nos hubiéramos quedado, pero solo por miedo).  

 

Bruno Moriconi, ocd


[1]Yo doy la muerte y la vida, yo hiero y yo curo” (Dt 32,39)

[2]En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos” (Hb 1,1-2).