Orando con el Evangelio

EVANGELIO: Juan 10,27-30

27 Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, 28 y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. 29 Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. 30 Yo y el Padre somos uno».

Resulta claro que Jesús está hablando como Buen Pastor (Jn 10,1-18), pero para entender estas palabras concretas en favor de sus ovejas hay que ponerlas en el contexto que, misteriosamente, los liturgistas han obviado.

Jesús, de hecho, las pronuncia por haber sido provocado por unos judíos que le iban pidiendo se expresase claramente sobre su identidad. «Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno», escribe el evangelista, «y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban: “¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente”. Jesús les respondió: “Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas» (10,22-26).

Las primeras palabras del Evangelio que se leen hoy en las iglesias (Mis ovejas escuchan mi voz), son una continuación de esta última afirmación en contra de los judíos que le habían hecho resistencia aquel día: “Vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas”. Palabras que nos consuelan y nos chocan a la vez. Que, para creer haya que ser discípulos, nos suena un poco extraño, ¿verdad? Se podría más bien pensar que es gracias a la escucha de las palabras de Jesús que nos convertimos en sus discípulos; sin embargo, teniendo en cuenta esta respuesta a los judíos, solo siendo ovejas suyas podemos comprenderlas. “Vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas”, les dijo, “[mientras] mis ovejas escuchan mi voz”.

Resulta difícil entender inmediatamente estas palabras, pero son una manera de expresar el círculo de gracia necesario entre el Señor y sus discípulos. Diciendo que sus ovejas escuchan su voz, y Él las conoce, que ellas le siguen, que Él les da la vida eterna y que nunca perecerán, porque nadie las arrebatará de su mano, Jesús - aun hablando con los judíos de su tiempo - a través del Evangelio está hablando con nosotros que – al contrario de aquellos - sabemos muy bien que si creemos es porque el Hijo de Dios ha dado su vida por nosotros. Sabemos esto sin haberlo merecido y, también solo por gracia, escuchamos su palabra.

Él ha dado su vida por toda la humanidad, pero solo los que escuchan su voz lo reconocen, así como que lo ha hecho para darnos la vida eterna y que no nos dejará perecer, ni que seamos arrebatados de su mano. Seguir escuchando la voz de Jesús, nos da, de hecho, la seguridad que Pablo expresa para todos los creyentes en su carta a los Romanos, con estas palabras: “Estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,38-39).

Es una certeza, sin embargo, que hay que mantener viva con la oración, escuchando siempre esa voz misteriosa que nos habla dentro si le prestamos atención. Los mismos apóstoles, si bien el Señor ya se había aparecido a ellos resucitado, al mismo tiempo que tenían seguridad de su presencia, seguían titubantes y temerosos. Acordémonos del evangelio leído el domingo pasado, cuando, después de la pesca milagrosa, Jesús los llama a almorzar con Él. Se acercan, pero, escribe el evangelista, ninguno” se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor” (Jn 21,12). El escritor que comentaba esta timidez (Luigi Santucci), dejaba entender que a Jesús le bastó que estuvieran allí con Él. Sabiendo que preferían masticar y gustar, en lugar de hablar, se limitó a repartirles el pan y el pez que les había preparado sobre las brasas.

         No sabemos si ese escritor cayó en la cuenta de ello, pero con su pincelada (masticar y gustar, en lugar de hablar) describió muy bien la manera correcta de estar con el Señor (en la oración, en particular) y no perder la certeza de que Él nos sigue hablando. “Mis ovejas”, dice Jesús, “escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen”. En lo que a nosotros respecta, para poderle seguir de verdad, es necesario masticar y gustar estas palabras de su boca, en el silencio de nuestro corazón. Hablar, decir palabras, no es importante. Lo que importa es la escucha.

         Por su parte, Jesús nos asegura: “Lo que mi Padre me ha dado [sus hermanos los hombres y sus hermanas las mujeres] es más que todas las cosas [“vale más que todo el mundo”, diría San Juan de la Cruz], y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre, [porque] Yo y el Padre somos uno”.

Bruno Moriconi, ocd