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EVANGELIO: Jn 14,23-29


23 Respondió Jesús y le dijo: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. 24 El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. 25 Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, 26 pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. 27 La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. 28 Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. 29 Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.

Como otros pasajes del cuarto Evangelio, también este es bastante difícil de desenredar, pero lo intentamos igualmente. Por primera cosa hay que saber que Jesús está respondiendo a Judas, “no el Iscariote”, que, en el versículo precedente (el 22) le ha preguntado: “Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?”. No se sabe bien quien sea este Judas que, en algunas versiones, en lugar de la precaución (“no el Iscariote”) se encuentra otra (“el Cananeo”). Tal vez es el “hermano” de Jesús (Mc 6,3: Mt 13,55) autor de la carta homónima, o Judas de Santiago (Lc 6,16).

A pesar, sin embargo, de esta incertidumbre sobre la identificación del personaje, permanece la importancia de su pregunta y, sobre todo, de la respuesta de Jesús que explica el porqué de esta distinción entre “los discípulos” y “el mundo”. El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”, respondió, en efecto, Jesús, añadiendo, además: “El que no me ama no guarda mis palabras”.

Intentamos ahora, como prometido, de entender este juego de palabras. Habiendo Jesús venido entre nosotros por la salvación de todos, no puede tratarse del “mundo”, como “humanidad”. El revelarse a “los suyos” y no al “mundo”, no puede depender entonces de su Amor, sino de lo nuestro y de nuestra capacidad de escucha. “Porqué te revelas a nosotros y no al mundo?”, le ha preguntado Judas el Cananeo, y Jesús se lo explica con estas palabras: “[Porque] el que me ama guardará mi palabra”.

Los discípulos se supone que amen, mientras el mundo [representante aquí de los opositores] no. El que me ama [el discípulo] guardará mi palabra”, dice, en efecto, Jesús. “El que no me ama [el mundo]”, añade, “no guarda mis palabras”. Con esto, Jesús quiere decir que no basta que Él se revele, y tampoco que Él ame, si no hay nadie interesado en eso. Hay que estar dispuestos a relacionarse con quien nos ofrece su amor y, como consecuencia, amar a nuestra vez, como resulta de lo que Jesús va añadiendo: “El que me ama guardará mi palabra”. Sí, porque no hay un amor unidireccional. El amor tiene que ser correspondido.

Pablo lo dice claramente con estas palabras, bonitas y categóricas al mismo tiempo: “Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde. Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada. Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría” (1Co 13,1-3).

Que Jesús diga que la palabra que están oyendo sus discípulos no es suya, sino del Padre que le ha enviado, sirve para comunicar todo lo que su encarnación significa como intensión salvífica tomada juntamente por el Padre y Él (su Hijo) que, como dicho en otra ocasión, son “una cosa sola”. Claro que, para entender esto hace falta una ayuda muy fuerte. Se necesita al Espíritu que es el Amor entre el Padre y el Hijo, el “ánimo” de la Trinidad. Jesús lo sabe muy bien y se lo explicó a los discípulos de entonces y, ahora, a todos nosotros, auditores del Evangelio: “Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado”, les dijo, “pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.

Esta enseñanza llegó por primera vez el día de Pentecostés, cuando el Espíritu despertó, en el corazón de Pedro y de muchos otros discípulos reunidos en el Cenáculo, el recuerdo de todo lo que Jesús había hecho y enseñado junto con la comprensión de la importancia de su muerte en la Cruz. Acaeció también a cada uno de nosotros al convertirnos en creyentes, pero la escucha del mismo Espíritu tiene que repetirse todos los dias, en la oración, en la lectura de los Evangelios y a lo largo de la jornada.

   Jesús termina dejando a sus discípulos su paz que no es la simple ausencia de guerra (“no os la doy yo como la da el mundo”, dijo), sino la plenitud a la luz de su salvación. Termina con este don de la paz y con una aseguración para que, en su ausencia, los creyentes no se turben ni se acobarden. “Me voy y vuelvo a vuestro lado”, les dice. Tampoco los primeros discípulos no volverán a verle como lo han conocido y tocado con manos estando y comiendo con Él, pero Él los asegura: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). Y el Espíritu, si le hacemos caso, sigue recordándolo nos.

Lo que Jesús añade (“Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo”) no quiere decir que el Hijo como tal sea inferior al Padre, sino que, en su manifestación humana, aunque en Él se haya manifestado Dios (Jn 1,18), no se ha manifestado todo de ellos. El Padre y el propio Hijo, son mucho más de lo que se puede ver con los ojos del cuerpo y, con los ojos del Espíritu, experimentarán su presencia mucho mejor. Por eso Jesús añade que, en lugar de entristecer, los discípulos tendrían que alegrarse. Vuelve al Padre y es desde allí, que su presencia a lado de cada uno será todavía más llena que la de entonces en la tierra. “Os lo he dicho ahora, antes de que suceda”, los asegura, “para que cuando suceda creáis”.

 Bruno Moriconi, ocd