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EVANGELIO: Lc 24,46-53

46 Y les dijo: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día 47 y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. 48 Vosotros sois testigos de esto. 49 Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto». 50 Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. 51 Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. 52 Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; 53 y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

Con las palabras de los primeros tres versículos (vv. 46-49) Jesús está terminando la explicación que había dado también a los dos discípulos de Emaús, sobre la necesidad de su pasión. Ahora se encuentra con los Apóstoles todavía escondidos en el Cenáculo. Les aclara que todo lo que le ha pasado en la pasión era lo que tenía que pasar para que - en fuerza de su muerte y su resurrección – se hiciera posible proclamar, en su nombre, “la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”.

         La novedad, respecto a lo dicho a los dos de Emaús, está en la promesa del Espíritu Santo de la cual, a ellos, no les había hablado. Mirad”, les dice ahora a todos los apóstoles reunidos, “yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto”. Interesante y conmovedora la manera de exprimirse de Jesús que les va hablando como a colaboradores casi a su mismo nivel. [Por mi parte], les dice compartiendo la tarea, “yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre. Vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto”.

         Jesús vuelve al Padre y ellos tienen que esperar al Espíritu que los va a revestir “de la fuerza que viene de lo alto” con la cual empezaran a difundir la buena noticia, o sea el evangelio de la encarnación del Hijo de Dios y a construir el reino de paz comenzado por Él en nuestra tierra. “Os conviene que me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Consolador”, les había dicho según el cuarto evangelio. “En cambio, si me voy”, había añadido, “yo os lo enviaré” (Jn 16,6).

         Y llegamos así a los versículos que hablan precisamente de esta vuelta al Padre que llamamos Ascensión, y que, de hecho, es parte de la Resurrección que implica la vuela al Padre, como hizo entender el mismo Jesús a María Magdalena. No me retengas”, le dijo en el jardín donde había sido sepultado, “[no me retengas] que todavía no he subido al Padre” (Jn 20,17). Distinguimos la Ascensión y la celebramos distinta de la Resurrección, para tener en cuenta que, por un cierto tiempo, Jesús siguió apareciendo en varias formas a un cierto número de los primeros discípulos para que fueran testigos calificados en la iglesia primitiva.

Es el mismo evangelista Lucas que lo escribe en su segunda obra (los Hechos de los Apóstoles), con estas palabras inequivocables: Se les presentó Él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios” (He 1,3). Aquí, en su Evangelio – en aparente contradicción con lo que escribirá en He 1,3-11 - incluso Lucas pone la Ascensión en el mismo día de la Resurrección.

Y los sacó hasta cerca de Betania”, continúa, después de la promesa del Espíritu de la que hemos empezado, “y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”.

         Para decir los sacó hasta cerca de Betania (o sea, al monte de los Olivares), Lucas usa el mismo verbo exagô de la versión griega del éxodo. Lo hace, nos parece, para indicar que los mismos discípulos son traídos fuera, por Jesús, de la condición de esclavos en la condición de hijos de Dios, en fuerza del Espíritu, obviamente.

         Y mientras los bendecía, se separó de ellos. Es la última instantánea de Jesús que nos invita a mirar a Él con las manos en alto, eternamente bendiciéndonos. Y mientras los bendecía, fue llevado hacia el cielo. No se trata de una distancia física, sino de una presencia distinta. Ya no visible, pero más cercana porque espiritual. Por su parte, los discípulos, después de haberse postrado ante Él, se volvieron a Jerusalén, como les había recomendado. Para esperar al Espíritu.

La gran alegría con que se marchan hacia la ciudad, no niega la tristeza por la desaparición de su Maestro, y solo quiere indicar que la partida de Jesús coincidirá con el comienzo, a través de ellos llevados por el Espíritu, del anuncio de la buena noticia en el mundo entero. De momento, escribe el evangelista “estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”.

Este “estar siempre en el templo” por parte de los discípulos, podría significar una cosa muy importante: que ahora la casa de Dios – aunque pronto destruida - es también el hogar de todos sus hijos representados por los apóstoles.

En el sentido de que Dios se hace a si mismo morada del hombre y el hombre morada de Dios.

 

Bruno Moriconi, ocd