El hombre de todos los tiempos, según Epicuro, es un ser desgraciado con hervores de felicidad. Desgraciado porque arrastra, desde su primer conocimiento, un miedo de dioses que le vigilan y persiguen; desgraciado porque teme a la muerte, esa alargada sombra en el pecho, y a lo que puede venir después. Quién sabe si será una eterna navegación en mares fríos o un juego de luces y de besos con el Dios que todavía es un sueño.

Este miedo a la multitud de asombros que el ser humano percibe tan de cerca, se vuelven amigos entre sí con la esperanza de Jesucristo, que se nos muestra hoy nacido y amparado en el amor de una familia: Un Padre que ruega al Hijo cambiar en el mundo los demonios por ángeles, la furia de los dioses exigiendo sacrificios por la serenidad de un abrazo que salva. Padre que ve en la Cruz del Hijo la sangre que ha de purificar para siempre el daño de los hombres... El Amor que se tienen es un anillo de bodas que danza eternamente en el aire esposando los amores de la tierra con los del cielo. Es la felicidad que se nos devuelve, la promesa cumplida de Dios hecha carne en el tiempo.

Algo de razón tuvo Epicuro, pero él no sabía cómo recuperar la felicidad que también el hombre lleva en su corazón: Dios aún no había mostrado su amor, tanto amor, en el Hijo.