Corso monache 26 giugnoOrando con el Evangelio

P. Bruno Moriconi, o.c.d.

EVANGELIO: Lucas 3, 1-6

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:

En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, Hijo de Zacarías, en el desierto.

Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:

"Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios".

¡Ven, Paz en la justicia! ¡Ven, Señor Jesús!

A la Iglesia de Dios que peregrina en Tánger: Paz y Bien.

El saludo que aprendí del bienaventurado Francisco de Asís y que suele encabezar las cartas que os escribo, es reconocimiento agradecido de que la Paz y el Bien son dones de Dios, y, al mismo tiempo, es confesión humilde de que todos y siempre, para acoger esos dones, necesitamos que la fe les abra las puertas de nuestra casa.

Pronunciado aquí, el acostumbrado saludo se nos vuelve clamor de súplica, pues hambre, fronteras y fundamentalismos, injusticia y violencia, parecen haber apartado paz y bien de nuestras ciudades, de nuestras casas, de nuestros corazones.

A vosotros, amados de Dios, que preparáis esperanzados la venida de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, a vosotros que, por la fe, habéis recibido al Príncipe de la paz y habéis nacido de Dios, a vosotros que conocéis de cerca la violencia de innumerables injusticias y la injusticia de intolerables violencias, a vosotros os digo: llevad a todos la paz y el bien que habéis recibido, dones que anticipan en la tierra la alegría del cielo.

Paz en la justicia”:

Escuchad, hijos, escuchad y guardad en el corazón las palabras del profeta: “Dios te dará un nombre para siempre: «Paz en la justicia»”.

Esa promesa, que se pronunció un día en medio de un pueblo sobrado de lutos y escaso de esperanza, se proclama hoy en medio de ti, Iglesia de Cristo, llamada a ser en esta hora del mundo un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ti un motivo de esperanza.

Si el nombre que se te da es el de «Paz en la justicia», si eso es lo que el Espíritu de Dios con su santa operación ha hecho de ti, si ése es tu ser, ésa ha de ser también tu tarea, ésa es tu vocación, ésa tu misión.

Tú sabes que la profecía se ha hecho evangelio, que la promesa se ha cumplido ya, y que el nombre de «Paz en la justicia» le corresponde en plenitud a Cristo Jesús nuestro Señor y Salvador. Con él entró en la tierra la paz, el bien, la reconciliación, la justificación; con él, paz y bien, reconciliación y justificación, alegría y gloria, han puesto su tienda entre nosotros: ¡Él es nuestra paz! ¡Él es nuestra justicia! ¡Él es nuestra «Paz en la justicia»!

Tú sabes, Iglesia de Cristo, que eres en el mundo presencia real de tu Señor, del Hijo más amado, del que está a la derecha de Dios en el cielo, pues él ha querido ser tu cabeza, y que tú fueses su cuerpo.

Recuerda lo que eres, de modo que jamás olvides lo que has de hacer. Si eres el cuerpo del Señor, tu vida es inseparable de la suya: tus palabras han de nacer de su evangelio, tus sentimientos han de ser los mismos que él ha tenido, tus acciones, como las suyas, han de manifestar a los pobres la llegada del reino de Dios.

Así, asombrada y agradecida, el nombre de «Paz en la justicia» lo dirás hoy de Cristo tu Señor; y, esperanzada y dichosa., entenderás que se dice también de ti misma.

La paz que tú eres no es la que impone el poder de los tiranos, no es la que buscan los ejércitos con la victoria, no es la que finge quien banquetea cada día a la vista de los pobres, no es la que se augura el necio que almacenó trigo y bienes y que se dijo a sí mismo: descansa, come, bebe, banquetea alegremente.

La paz que tú eres está hecha de luz para los ciegos, de libertad para los oprimidos, de perdón para los que te ofenden; tu paz está hecha de consuelo para los que lloran, de alegría para los tristes, de compasión para los que sufren; tu paz está hecha de pan y de agua, de vestido y de cariño, de humildad y de servicio; tu paz está hecha de tu vida, fluye de tu corazón, se derrama por tus manos, llega a todo lo que tocas, llega a todos los que Dios ama… Tu paz es la de quienes imitan en su vida el amor que Dios es, el amor con que Dios nos ama.

Ven, Señor Jesús:

Hoy, Iglesia de Cristo, comulgarás con tu Señor, con la verdadera «Paz en la justicia», y en la intimidad de ese encuentro, te verás agraciada, transformada en aquel a quien recibes, y llamada a la vocación altísima de continuar en el mundo su misión de evangelizar a los pobres.

Pero al mismo tiempo, verás apenada que en ti el nombre está lejos de haber alcanzado su plenitud de verdad, verás que es mucho el camino que todavía has de recorrer para ser de Cristo, para ser Cristo, para ser «Paz en la justicia».

Ves también que son innumerables los pobres a quienes la injusticia ha robado el tesoro de la paz y ha revestido de luto y aflicción; ves que el pecado ensangrienta esta tierra que Dios ha querido que fuese una tierra de paz en la justicia; ves que la violencia de los poderosos se obstina en negar la promesa de Dios en la profecía y su cumplimiento en el evangelio.

Por eso clamas por el que tú amas, por aquel de quien todos necesitan: «Ven, Señor Jesús»; y suplicas por la misión que has de cumplir: “Venga a nosotros tu reino”. Por eso vives en adviento, esperas siempre aunque tu fe haya conocido ya el nacimiento de tu Salvador, y clamas por lo que esperas, agradeciendo siempre lo que ya has recibido.

     Con los pobres, dices: Ven, Paz en la justicia.
     El Espíritu y la esposa dicen: “Ven, Señor Jesús”.

Mons. Santiago Agrelo
Arzobispo de Tánger