EVANGELIO: Juan 2, 1-11
En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dijo:
- «No tienen vino.»
Jesús le dice:
- «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora.»
Su madre dice a los sirvientes:
- «Haced lo que él diga.»
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dijo:
- «Llenad las tinajas de agua.»
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les dice:
- «Sacad ahora y llevádselo al mayordomo.»
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al esposo y le dice:
- «Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora. »
Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.
Nos vamos de bodas:
Escribo como si el comentario fuese sólo para María.
Me ha preguntado por algún «truco» para que “esto de ir a misa un domingo resulte algo menos horrible y más llevadero”. Y confiesa además que la misa “no encaja en su vida ni haciéndole sitio, más bien interrumpe y molesta”. Pregunta y confesión hacen de María mi particular interlocutor de esta semana.
Querida: intentaré entrar contigo en la comunidad de fe, en vuestra celebración, en la realidad concreta de vuestro domingo, en ese tiempo que se supone os habéis reservado para el encuentro con Cristo.
Ese encuentro tiene carácter festivo y comunitario, y es al mismo tiempo una cita de amor. Sólo una predicación obstinadamente moralizante ha podido transformar en tiempo para hacer deberes el que se nos ha dado para el abrazo en la intimidad y el desbordamiento de la alegría en la fiesta.
Como ves, estamos traspasando una puerta que da a la fe y a sus misterios, a un abismo en el que necesitamos que nos guíe la fe de la comunidad y la inspiración de la palabra de Dios.
A esa fiesta con tu Dios, ¡qué menos que invitar a todo el mundo!: “Aclamad a Dios todo el mundo, tañed en honor de su nombre, dadle gloria con la alabanza. Decid a Dios: ¡Qué formidable es tu acción!... Que se postre ante ti, oh Dios, la tierra entera; que toquen en tu honor; que toquen para tu nombre, oh Altísimo”.
Con esas palabras, el salmista convocaba a la alabanza de Dios a todos los habitantes de la tierra. Tú puede convocar también a la tierra misma, al universo entero, pues sabes que tu Dios, no sólo es el que se ha desposado contigo, sino también el que ha redimido de la esclavitud la creación entera.
Con todo, en el bullicio de la fiesta, no olvidas la palabra de Dios para ti, una declaración de amor que penetra como un perfume en la intimidad del yo, una memoria para guardar celosamente en el corazón: “Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi favorita», y a tu tierra «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido”.
Entonces te arriesgas a convocar de nuevo a tu fiesta a la humanidad entera, y sueñas que todos acuden a esta boda de Cristo con su Iglesia, a esta hora de Dios contigo, y que todos, con un cántico nuevo, van proclamando a todas las naciones el misterio de amor que se les ha revelado: “Contad las maravillas del Señor a todas las naciones”.
Feliz domingo, hermana mía.
Feliz domingo, Iglesia esposa de Cristo.