Corso monache 26 giugnoOrando con el Evangelio

P. Bruno Moriconi, o.c.d.

Señor Jesús, envía tu Espíritu, para que podamos leer la Biblia de la misma manera en que Tú se la iluminaste a los discípulos en el camino de Emaús. De este modo Tú les ayudaste a descubrir la presencia de Dios en los terribles acontecimientos de tu condena y muerte. Así, la cruz, que parecía ser el final de toda esperanza, apareció para ellos como fuente de vida y resurrección. Por tanto, Señor, que tu palabra nos oriente a fin de que también nosotros podamos experimentar la fuerza de tu resurrección y testimoniar a los otros que Tú estás vivo en medio de nosotros como fuente de fraternidad, de justicia y de paz. Te lo pedimos a Ti, Jesús, que nos has revelado al Padre y enviado tu Espíritu. Amén.

EVANGELIO: Lucas 24,13-35

Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
El les dijo:
-¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: .
-¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?
El les preguntó:
-¿Qué?
Ellos le contestaron:
-Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.
Entonces Jesús les dijo:
-¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?
Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron diciendo:
-Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída.
Y entró para quedarse con ellos. Sentado á la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.
Ellos comentaron:
-¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que estaban diciendo:
-Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.


Jesús, te haces presente, te acercas y te pones a caminar junto a nosotros y con nosotros, y no somos capaces de reconocerte.

«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?».

Sentimos que nuestro corazón arde al escuchar tus Palabras; sentimos que, al celebrar la eucaristía, nos alimentas, nos fortaleces y nos consuelas. Sentimos que lo único que puede hacer «arder» su corazón: el contacto personal contigo, vivo y resucitado.

Nos sentimos atraídos por tus palabras, necesitamos tu compañía, no queremos dejarte marchar: «Quédate con nosotros». Cuando te acogemos como compañero de camino, tus palabras despiertan en nosotros la esperanza perdida.

Se nos abrirán los ojos cuando, guiados por tu Palabra, entremos en nuestro interior.

Queremos abrir los ojos de nuestra fe y descubrirte lleno de vida en la Eucaristía.

La eucaristía es acción de gracias a Dios por la vida y por la salvación que nos ofreces.

La eucaristía es también escucha de tus Palabras, que son «espíritu y vida».

En la eucaristía nos alimentamos como cristianos. Si comemos y bebemos en esta cena, alimentamos nuestra vida de discípulos tuyos.

La eucaristía es, además, comunión contigo, Cristo resucitado.

Queremos «abrir nuestros ojos» para descubrirte como Alguien que alimentas nuestras vidas, nos sostienes en el cansancio y nos fortaleces para el camino, eres nuestro «Pan de vida».

Tú nos acompañas y nos llamas de mil maneras, incluso cuando nuestros ojos, como los de los discípulos de Emaús, no son capaces de reconocerte.

Cuando experimentamos la pequeñez de nuestro corazón y nos avergonzamos de nuestra mediocridad, nuestra falta de amor y nuestra incapacidad para vivir intensamente cada momento, Tú estás ahí recordándonos que estamos llamados a una vida más grande y más plena.

Cuando experimentamos en nosotros esa tristeza que penetra en nuestra vida sin causa razonable, el aburrimiento y la monotonía de cada día, el descontento de nosotros mismos, en esa insatisfacción interior estás Tú como anhelo de una felicidad y vida infinitas.

Estás en nuestras desilusiones y deseos abortados, en nuestras limitaciones y nuestro cansancio, en las amarguras y los roces de la vida ordinaria. Si sabemos ahondar en cada una de estas experiencias y escuchar con sinceridad el fondo de nuestro corazón, Tú saldrás a nuestro encuentro.

Esta alegría es fruto de una presencia del Señor en el fondo del alma y en medio de la vida. Una presencia que llena de paz, disipa el temor, dilata nuestras fuerzas, nos hace aceptar con serenidad nuestras limitaciones, nos hace vivir en tu presencia.

Esta alegría no se da sin amor y oración. Es alegría que se experimenta como «nuevo comienzo» y resurrección. Es fruto del encuentro sincero y agradecido contigo.