Corso monache 26 giugnoOrando con el Evangelio

P. Bruno Moriconi, o.c.d.

EVANGELIO: Lc 18, 9-14

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Como en la parábola de la pobre viuda del domingo pasado, también ésta del Fariseo y del Publicano es una preciosa enseñanza sobre la oración. Incluso podríamos decir que, empezando con las palabras: “Dos hombres subieron al templo a orar”, lo es todavía de manera más explícita.

Cambia solo la motivación y el fin por el cual Jesús la cuenta. Mientras con la parábola de la viuda Él quería enseñar la necesidad de orar siempre, sin desfallecer, aquí “dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”. Las dijo, entonces, para enseñar que no es ésta la manera de acercarse a Dios.

Algunas personas están seguras y orgullosas de su propia justicia y no se sentarían nunca a la mesa de los pecadores (cf. Lc 5,30) donde se sentaba Jesús. “Se consideran justos y desprecian a los demás”, aunque solo Dios conozca los corazones (cf. Lc 16,15). Claro que, quiere decir Jesús, no puede ser ésta la actitud de quien se pone a orar.

La parábola no tiene otro objetivo que el de subrayar que el encuentro con Dios no puede partir nunca de presuntos derechos adquiridos. Jesús no está valorando moralmente ni lo que ha hecho, de su parte, el fariseo y, de la otra, el publicano. Seguro que es verdad lo que dice el primer orante (“no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”). Aún más verdadera es la mala conducta del publicano, un pecador y un vil colaboracionista, pero, en el momento de su oración, es él el verdadero orante. Él solo, de hecho, se pone humildemente en las manos de Dios.

La debilidad del fariseo está precisamente en su conciencia de fidelidad absoluta delante de Dios y de los demás hombres. Sintiéndose seguro, en efecto, él no tiene nada que pedir. Sintiéndose recompensado por la satisfacción de sus observancias, no pregunta nada. No necesita y no pide, sino expone, alabándose a sí mismo, su conducta más que recomendable.

La suerte del publicano, en cambio, brota justo de su humilde confesión de su pobre estado de pecador. Quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Él no tiene nada, sino sus grandes pecados, pero precisamente por esto pide misericordia a Dios. Es la única oración que puede hacer y, dado que es sincera, Dios la escucha con amor.

La justicia que el fariseo pretende le sea reconocida, es un regalo que sólo Dios puede concederle, pero si no lo pide, a diferencia del despreciado publicano, no lo tendrá. “Os digo que éste – concluye Jesús - bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

Esta sentencia final que aparece también en Lc 14,11 (quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado), evidencia la invitación a la humildad como condición absoluta de la verdadera oración. Aún más, de la oración por excelencia, como ha intuido la Iglesia, que no ha dejado nunca de orar sobre todo con estas palabras: "Kyrie eleison" (Señor, ten piedad).

Se trata de la verdadera "oración del corazón”, capaz de transformar la existencia de quien - como el peregrino ruso - no deja de repetirla, dirigiéndole a Cristo la petición que el publicano de la parábola elevó a Dios en el templo: "Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador". Millares y millares de veces al día, va repitiendo estas palabras el peregrino, hasta que ya no es él quien expresa esa oración, sino que es la oración la que lo expresa a él.

Bruno Moriconi, ocd