EVANGELIO: Mt 5,13-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo».
El hijo de Dios ha venido a nuestro mundo, se ha hecho hijo de María y en Ella hermano de todos, para que todos puedan ser hijos de Dios. Jesús ha dado la vida y ha resucitado venciendo la muerte por todos. Es Él el nuevo Adán, el verdadero, el primogénito que el Padre tenía en la mente cuando dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" Aquella imagen es Él, Jesús, que, desde lo alto de la cruz, pensando en todos los hombres, ya benditos de una vez en Abraham, dijo: "Padre, perdónelos, porque no saben lo que hacen".
Pidió perdón para todos, pero después de haber elegido doce apóstoles y otros que quisieran seguirlo como discípulos. A estos, antes de volver al Padre, dijo de ir a todo el mundo y hablar de Él, la buena noticia, pero no dijo nunca que el mundo se habría convertido todo. Más bien, hablándoles a los discípulos, dijo: "No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre ha gustado daros el Reino" (Lc 12,32). Además, dijo que los discípulos son como la levadura. La levadura es para hacer fermentar todo el pan. Es importante, pero es pequeña cosa.
Aquí, en esta página del Evangelio (Mt 5,13-16), Jesús habla de la sal y de la luz. “Vosotros”, dice, “sois la sal de la tierra”. “Vosotros”, añade, “sois la luz del mundo”. Son discípulos y esa es su identidad sustancial. La luz de la tierra es Jesús que ilumina y, al mismo tiempo, la sal que da sabor (sentido) a la vida, pero una vez que Él ha vuelto al Padre y ha enviado al Espíritu, son sus discípulos los que tienen esta misión de mantenerse sal sabrosa y luz encendida. No deben ser discípulos sosos, porque “si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”. Con sus buenas obras deben dar gloria a Dios e iluminar al mundo. No deben ocultar la luz que tienen dentro. No hay que esconder esa luz. Porque no se “enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa”.
Si, pues, leemos bien las palabras de Jesús, aparte de la misión de anunciar la buena noticia a todo el mundo, la tarea del cristiano no se refiere a los demás, sino a sí mismo. Él tiene que emplear toda la vida para convertirse en la verdadera luz y en la buena sal de la verdad. Tiene que empeñarse en crecer, como el mismo Jesús que, a Nazaret, “crecía en saber, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2,52).
Se trata de una tarea de presencia que va transformándose, cada vez más, en una cristificación hasta llegar a poder decir con Pablo “vivo, pero ya no soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mi” (Gal. 2,20).
Si el cristiano deja de ser luz, también el Señor deja de mostrarse presente en él, y su presencia en el mundo se oscurece, se convierte en una sal sosa y una luz que no ilumina. Para evitar ese peligro, el cristiano tiene que invocar sin cesar la presencia de su Señor en su propia vida, sin cansarse nunca.
P. Bruno Moriconi, ocd