EVANGELIO: Juan 4, 5-15. 19b-26. 39a. 40-42
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José: allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: “Dame de beber”. (Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida). La Samaritana le dice: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” (porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le contesto: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva”. La mujer le dice:” Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?”. Jesús le contesta:” El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”. La mujer le dice: “Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. Veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén”. Jesús le dice: “Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adoraran al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad”. La mujer le dice: “Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga él nos lo dirá todo”. Jesús le dice: “Soy yo: el que habla contigo”. En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: “Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo”.
Creo que las palabras en las que estamos invitados a poner nuestra atención y escucha son éstas del Señor a la Samaritana: “Soy yo: el que habla contigo”. Sí, porque lo interesante ya no es la historia del encuentro y sus detalles cerca del manantial de Jacob, sino lo que - con la mujer de Samaria, nuestra representante - tenemos que aprender, nosotros, lectores de hoy, de este trozo de Evangelio. La Samaritana es cada uno de nosotros, seamos hombres o mujeres. Que el mismo Jesús tenga sed a esa hora (era alrededor del mediodía), nos recuerda que, de verdad, el Hijo de Dios se ha hecho uno de nosotros, necesitado de beber y comer como todos, pero el encuentro en el pozo y la sed natural de Él y necesidad del agua por parte de la mujer, es solo una ocasión propicia para mucho más.
Una guía muy buena y competente para entender lo que tenemos que buscar cerca de ese pozo podemos encontrarla en Teresa de Jesús. “¡Oh, ¡qué de veces”, escribe en el libro de su vida, “me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana!, y así soy muy aficionada a aquel Evangelio; y es así, cierto, que sin entender como ahora este bien, desde muy niña lo era, y suplicaba muchas veces al Señor me diese aquella agua, y la tenía dibujada adonde estaba siempre, con este letrero [en latín], cuando el Señor llegó al pozo: Domine, da mihi aquam (Vida 30,19).
“Señor”, pidió la mujer de Samaria, cuando Jesús le dijo que el que hubiera bebido del agua que él le ofrecía, nunca más volvería a tener sed. Se lo pidió solo por una razón muy práctica. “Así”, añadió, “no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla”. Luego entendió algo más, pero nosotros sabemos mucho más que ella lo que quiere decir Jesús. El agua es Él mismo, porque no solamente Él es el Mesías, sino que es el Hijo de Dios, el nuevo y único verdadero templo. Ya no hace falta subir ningún monte, tampoco el de Sion en Jerusalén, porque el Templo es él.
“Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre”, dice a la Samaritana. “Se acerca la hora, ya está aquí [¿dónde, si no en su presencia?], en que los que quieran dar culto verdadero adoraran al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así”. Eso no quiere decir que ya no hace falta ir a la Iglesia, sino que ir a la Iglesia no basta, si no buscamos, allí y en todos los otros sitios, por medio del Espíritu, el encuentro con Jesús, la Verdad y la Vida que nos lleva al Padre. Si buscamos solo cumplir unos ritos y no deseamos una experiencia espiritual, no hemos todavía “topado con el agua viva que dijo el Señor a la Samaritana”, nos diría la misma Teresa de Jesús en el último capítulo del libro de las Fundaciones (31,46).
Cuando el evangelista nos dice que en el pueblo de esa mujer “muchos samaritanos creyeron en Él”, es difícil tomar en serio esa fe. Lo que pudieron creer exactamente aquellos hombres nunca llegaremos a saberlo. A lo mejor creyeron que era un hombre de Dios, capaz de adivinar las cosas, como les había contado la mujer, pero, aquí también, lo importante no es lo que creyeron esos samaritanos, sino lo que creemos nosotros. Y no porque nos lo ha dicho alguien, sino porque hemos encontrado al Señor en nuestra vida. A esto quiere que lleguemos el evangelista, sugiriéndonos las palabras: “Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo”.