EVANGELIO: Jn 20,19-23
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Dos veces dijo “paz” el Señor a los Once al anochecer de aquel día, el primero de la semana, mientras que los discípulos estaban cerrados en una casa, por miedo a los judíos. Lo mismo que hubiéramos hecho nosotros como seguidores de un maestro condenado por las autoridades civiles y religiosas. En la práctica, por el “Papa” de entonces y el representante del Emperador.
¿Cómo podemos despreciar a estos pobres discípulos? Tampoco hubieran podido considerarse mártires, en el caso de que los mataran los representantes oficiales de la verdadera religión. Con la crucifixión de Jesús había pasado algo incomprensible. Era bueno e inocente, pero tal vez, lo que se había atrevido a decir del templo, de los fariseos y de los sacerdotes, ¿no había sido demasiado? No estaban ciertos, aunque a veces lo habían sospechado también ellos. Aquel día, por ejemplo, que Jesús había hablado de la necesidad de comer su carne en la sinagoga de Cafarnaúm. No se habían alejado, a pesar de que el mismo Jesús se lo hubiese propuesto. Como desde entonces muchos de sus discípulos lo abandonaron y ya no andaban con él, Jesús les había dicho: “¿También vosotros queréis abandonarme? Pedro había contestado que no. Que no encontrarían otro como Él. ¿Y ahora que le habían matado…?
Lo que necesitaban era lo que – de hecho – pasó en aquel anochecer, con los dos saludos de paz. El primer Paz a vosotros que Jesús dijo entrando, fue para asegurarles de que él estaba vivo, que la muerte no había podido nada con Él. El segundo, seguido de la misión que les confía (Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo), es para asegurarles la manera de poderlo hacer. De hecho, sigue contando el evangelista, “dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”. El maestro estaba vivo, les quitaba el miedo y les daba ánimo. Si estaba con ellos otra vez quería decir que Dios lo había resucitado y ahora nadie hubiera podido enfrentarse con Él.
Pero no era eso. Su misión había terminado, pero para poder entender que su muerte no había sido un doloroso accidente, sino la máxima manifestación del amor del Padre, que tanto había amado al mundo, hasta entregar a su Hijo único, para que quien creyese en él no muriese, sino que tuviese vida eterna (cf. Jn 3,16), necesitaban, ellos como nosotros, el envío del Espíritu Santo. El mismo Espíritu que había sostenido y guiado a Jesús en este mundo. Lo escribirán en el evangelio. Así como escribirán que el centurión que estaba enfrente de la cruz de Jesús, al ver cómo expiró, dijo: “Realmente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,38).
Lo escribirán, pero solo después de haberlo comprendido escuchando al Espíritu Santo, como el mismo Jesús se los había predicho con estas palabras inequívocas: “Muchas cosas me quedan por decirles, pero ahora no pueden comprenderlas. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad plena. Porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará el futuro” (Jn 16,12-13). El sentido de la Cruz quedará misterioso, pero el Espíritu que nos ha sido entregado, nos sigue guiando hasta esta Verdad que nos salva de todos los miedos.
PENTECOSTÉS quiere decir quincuagésimo (día), porque, como los judíos, lo celebramos cincuenta días después de la Pascua. Mientras, sin embargo, los judíos celebran esta festividad en agradecimiento por el don de la Ley, nosotros los cristianos la celebramos como memoria del don del Espíritu Santo que es la nueva Ley infundida en el Corazón, según las promesas de los profetas y que, si lo escuchamos, nos empuja a desear cada vez más espontáneamente el bien siguiendo a Jesús.