EVANGELIO: Jn 3,16-18
Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.
Que el Nuevo Testamento sea la revelación del Padre por parte del Hijo, reconocible por el Espíritu Santo derramado en los corazones de los creyentes, no hay duda alguna. Aparte, sin embargo, del texto relativo al bautismo que los apóstoles tienen que impartir “en el nombre del Padre ydel Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19), no hay ningún otro explícitamente trinitario, a pesar – como veremos – de aquel que se encuentra al final de la segunda carta a los Corintios.
Pero es en este misterio que vivimos y que nos acompaña cada día desde la mañana cuando, levantándonos, nos presignamos “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Si nos acordamos de la importancia de este gesto y lo hacemos despacio nos damos cuenta que, al decir estos nombres, es como abrazarse. Pero nuestros gestos representan el abrazo que nos da Dios que nos quiere seguir y proteger a lo largo detodo el día que está empezando.
La Trinidad no está compuesta de tres dioses, sino de un solo Dios que, como leemos en la primera carta de Juan, es Amor. “Quien no ama – escribe Juan - no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,8). No un amor abstracto, sino un amor que en la historia se ha manifestado con el don de su Hijo. Precisamente como lo dice Jesús a Nicodemo y que leemos en el Evangelio de hoy: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
Si Dios es Amor, en Él debe haber comunión, porque no hay amor sin comunión. Y es precisamente en esta Comunión que se mueven las tres Personas divinas que son el mismo Dios y hacen que sea Amor. Dios es Padre, pero no habría Padre sin el Hijo y no hubiera reconocimiento mutuo sin la atracción que es el Espíritu. Quizás el texto más directo para entenderlo, sea Gen 1,26-27, donde parece que se habla solo de nosotros,pero, de hecho, se habla de Dios, aunque para entenderlo haya que esperar la plenitud de la revelación a través de Jesucristo.
Estamos en el sexto día de la creación y Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza […] Y – sigue el texto - creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó”. En este texto tenemos que notar que, aunque no se diga nada de la imagen de Dios en sí, se especifica muy bien lo que quiere decir crear al hombre según esta imagen. De hecho, en solo dos versículos, el término imagen se repite tres veces.
La primera para expresar la intención del Creador (Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza), la segunda para expresar la actuación (creó Dios al hombre a su imagen) y, la tercera, para explicar en qué sentido se iba a realizar este proyecto (varón y mujer los creó). El hombre criado, entonces, a imagen de Dios, no es ni el varón ni la mujer, sino el varón y la mujer que se encuentran. Por eso, más allá, en la segunda relación de la creación, Dios se da cuenta de que no está bien que el hombre se quede solo y que necesita donde reconocerse, la mujer, hueso de sus huesos. Se buscarán y se reconocerán como un mismo ser (una carne sola), en el amor que los atrae y los completa.
Así es Dios, la imagen según la cual hemos sido creados, Comunión de Amor entre el Padre y el Hijo en el viento del Espíritu que une a estas Relaciones. No lo hubiéramos sabido nunca, sino por el Hijo que, habiéndose hecho nuestro hermano, nos ha hablado del Padre y del Espíritu que nos enseña a llamarle Abba, cuando nos relacionamos con Él a solas, y Padre nuestro, cuando vamos a Él como comunidad de hermanos e hijos suyos.
Por eso nos alegramos cuando el sacerdote, al empezar la eucaristía, nos saluda con estas palabras: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros”. Es el saludo final de la segunda carta de Pablo a los Corintios (2Co 13,13) y el mejor texto sobre la Trinidad presente en nuestras vidas. La gracia del Señor Jesucristo, nos recuerda el don de su vida para nuestra salvación, el amor de Dios la misericordia paterna que, después de habernos dado su Hijo como hermano, nos espera a todos como el padre de la parábola del capítulo quince de Lucas. Y la comunión del Espíritu Santo, nos habla del amor, compartido en la Trinidad, y derramado en nosotros para compartir también entre nosotros.
La Trinidad es este Dios Amor que siempre está con todos nosotros.Una presencia invisible, pero cierta como la misma vida que tampoco se ve, pero nos mantiene vivos. “Aquí está mi secreto”, dijo el zorro al despedirse del Principito de Antoine de Saint-Exupéry. “Es muy simple”, añadió, “sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”. “Lo esencial es invisible a los ojos”, repitió el Principito para no olvidarlo. Lo esencial, añadimos nosotros ante del misterio de la Santísima Trinidad, es invisible a los ojos, pero con el corazón atento sentimos su presencia y su abrazo. El abrazo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es nuestro secreto, pero para todo el mundo.
Bruno Moriconi, ocd