EVANGELIO: Jn. 1,6-8.19-28
6Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: 7este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. 8No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. […]
19Y este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?». 20Él confesó y no negó; confesó: «Yo no soy el Mesías». 21Le preguntaron: «¿Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías?». Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el Profeta?». Respondió: «No». 22Y le dijeron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?». 23Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el profeta Isaías». 24Entre los enviados había fariseos 25y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?». 26Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, 27el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia». 28Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando.
Los primeros versículos (6-8) pertenecen al Prólogo del Evangelio de Juan que – junto con el pasaje que sigue (vv. 19-28) – tiene como objetivo central subrayar la diferencia entre dos personajes importantes: el profeta de Dios, Juan Bautista, y aquel que él ha sido enviado a anunciar como salvador del mundo, el mismo Hijo de Dios, aunque se presentará como Jesús de Nazaret.
Juan Bautista, anota el evangelista al final, se encontraba “en Betania, en la otra orilla del Jordán, una localidad difícil de identificar para nosotros, de la que se hablaba ya, posiblemente en el libro de los Números (32,32-33) y del Deuteronomio (3,8; 4,7). Nos basta con saber que Juan estaba bautizando en el río Jordán, lugar donde pronto llegará el mismo Jesús.
La diferencia entre los dos es señalada enseguida desde los primeros versículos, donde se leen estas palabras: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz” (vv. 6-8). Todo tiene que estar muy claro. Juan es un hombre enviado para dar testimonio de la luz y, el otro, la misma luz. Definiéndose más adelante como voz, subrayará la misma diferencia a los sacerdotes y levitas enviados por los judíos al preguntarle quién era.
Les dijo que no era ni el Mesías, ni el profeta Elías, esperado como su precursor. “No lo soy”, dijo, aunque, Jesús refiriéndose a él, explicó un día que Elías ya había venido y no hacía falta esperar más. Los mismos discípulos no lo sabían y preguntándole por qué había que esperar a Elías, como iban diciendo los Rabís, les dijo: “Elías ya ha venido y no lo reconocieron, sino que han hecho con él lo que han querido” (Mt 17, 10-12), añadió aludiendo a su decapitación por orden de Herodes.
No queriendo presentarse por sí mismo como el Profeta Elías, Juan – a los que seguían preguntándole quién era - contestó: “Yo soy la voz que grita: en el desierto allanad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías”. Otra manera de decir que no era él la luz, sino que venía como testigo de ella.
De hecho, San Agustín, en paralelo con aquella de testimonio de la luz y la misma luz, encuentra una segunda contraposición. Juan es la voz, dirá aquel santo de Hipona, mientras que Jesús es la Palabra, como se lee en el primer versículo del Prólogo: “Al comienzo fue la Palabra” (Jn. 1,1). Juan es la voz que anuncia la Palabra eterna. Es el más grande entre todos los nacidos de mujer, pero Jesús al que él presentará como el Cordero de Dios, es el Hijo enviado por el Padre, para la salvación de todos.
Por eso, cuando le preguntan por qué se está bautizando, Juan responde que él lo hace solo con agua, mientras hay otro que es de otra categoría. De momento no lo dice todo, sino solo que detrás de él viene uno del cual tampoco podría ser discípulo. “En medio de vosotros”, dijo a aquellos enviados de los judíos de Jerusalén, “hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia” (vv. 26-27).
El verdadero hombre de Dios no cede a la tentación de quitar el puesto a Jesús. Su gozo está en anunciarlo y en echarse atrás.
Bruno Moriconi, ocd