EVANGELIO: Mc 1,29-39
Y enseguida, al salir ellos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a la casa de Simón y Andrés. 30La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. 31Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. 32Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. 33La población entera se agolpaba a la puerta. 34Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar.35Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar. 36Simón y sus compañeros fueron en su busca y, 37al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca». 38Él les responde: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido». 39Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios.
Nos encontramos todavía en el día del primer milagro de Jesús, la liberación del poseído en la Sinagoga de Cafarnaúm, mientras otro, tal vez, mucho más pequeño, está por acaecer. Esta vez en una casa privada, la de Pedro y Andrés donde, al salir de la sinagoga, fue con Santiago y Juan.
El evangelio nunca habla de la mujer de Pedro, pero el hecho de que tenga una suegra indica que, a no ser que se haya muerto, la tiene. Que varios de los Apóstoles estaban casados y siguieron así, lo demuestran, por ejemplo, unas palabras de Pablo en la primera carta a los Corintios donde, para resaltar su completa gratuidad en su tarea de evangelizador - o sea, sin esposa y ganándose[M1] la vida con un trabajo -, frente a los que hablan mal de él y de su compañero Bernabé, les hace esta pregunta retórica:
“¿Acaso no tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer hermana en la fe, como los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas?” (1Co 9,5). Y confirman lo mismo las condiciones que pone a su discípulo Timoteo para la ordenación de un Obispo. “Conviene”, le dice, “que el obispo sea irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, sensato, ordenado, hospitalario, hábil para enseñar, […] que gobierne bien su propia casa y se haga obedecer de sus hijos con todo respeto” (1Tm 3,2-4).
Volviendo ahora a la suegra de Simón, ella “estaba en cama con fiebre”, y se lo dijeron a Jesús que se le acercó inmediatamente y, cogiéndola de la mano, la levantó, sanada al punto que se levantó y se puso a servir a Jesús y a sus discípulos. Una cosa que hubiera hecho cualquiera ama de casa, pero aquí, también este simple gesto de hospitalidad tiene que ser leído en su significado profundo. “Se le pasó la fiebre y se puso a servirles”, no indica solo el dar una buena comida a los huéspedes, sino “servir” a Jesús y a sus discípulos, o sea, al nuevo pueblo de Dios. De hecho, el verbo (diakonein) es el mismo que se aplica a los diáconos, los servidores por excelencia en la Iglesia, pero también al servicio de todos los cristianos, seguidores de Jesús que no ha venido al mundo “a ser servido, sino a servir(diaconêsai) y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10,45).
Esta es la primera enseñanza: ser cristianos quiere decir querer servir más que ser servidos y esta suegra sin otro nombre - como el poseído librado en la sinagoga - nos representa a todos.
La segunda enseñanza es la disponibilidad del Hijo de Dios hacia todos sin distinción. De hecho, después de haber curado muchos enfermos que se agolpaban a la puerta de la casa de Simón y haber hecho callar a los demonios que le conocían, a la madrugada del día siguiente, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó y se fue a un lugar solitario donde se puso a orar.
Un detalle (Jesús que se va a un lugar solitario para orar) en el cual tenemos que detenernos un poco. Según el evangelista Lucas, parece que Jesús se retiraba cada noche, lejos de los suyos, para orar. ¿Por qué lo hacía? Seguramente no para rezar unas oraciones, sino, a solas con el Padre en la comunión de amor del Espíritu, para saber cómo seguir actuando la común voluntad de salvar a los hombres en las circunstancias concretas, adaptándose a las necesidades que se presentaban y a la acogida por parte de los hombres.
Ahora, por ejemplo, que ha pasado el primer día en que ha sido reconocida su autoridad, tiene que decidir si quedarse a curar todos los enfermos de Cafarnaúm o marcharse a otros lugares para socorrer otras miserias. Y es en ese momento de intimidad con el Padre que nace la decisión con la cual contesta a Pedro y sus compañeros que han salido en busca de Él. Ellos le dicen que todo el mundo le está buscando, y Él les responde: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido”.
Y, como el verbo usado aquí es es-erchomai, esta versión (he salido) es mucho mejor que la más simple (he venido), como antes, a veces, se traducía. De hecho, esa expresión implica la fuente (“he salido del Padre”). En el silencio de su oración, Jesús ha renovado su consciencia de haber salido del seno del Padre, para alcanzar (llegar) a todos. De momento se limita a recorrer la Galilea, predicando en las sinagogas y sanando otros poseídos por los demonios, pero, día tras día, su camino lo llevará a donde sabemos: a dar la vida y a pedir el perdón para todos.
Dicho con mejores palabras que las mías, las de un conocido hermano de la comunidad del Teresianum (p. Jesús Castellano), añadimos que, mientras los discípulos no pueden entender por qué su Maestro se ha alejado de la gente que sigue necesitándole, Él lo sabe muy bien. “Para Jesús orar es sumergirse en el Padre, recibir amorosamente la unción del Espíritu, fortalecer su misión en la comunión trinitaria, llenarse de las palabras y de la voluntad del Padre, descansar de sus soledades humanas en su verdadero mundo, templar su humanidad en contacto amoroso con su Abbá, dialogar con Él día tras día en sabrosos silencios contemplativos, lo que ha hecho y lo que va a hacer”.
Bruno Moriconi, ocd