EVANGELIO: Mc 9,2-10
Seis días más tarde Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, sube aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. 3Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. 4Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. 5Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». 6No sabía qué decir, pues estaban asustados. 7Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». 8De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.9Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. 10Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Raffaello
Aquí no se sabe si el milagro sea la transfiguración o el hecho que los tres discípulos privilegiados (Pedro, Santiago y Juan), “al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos”. Una desilusión para Pedro, que no quería que se acabase ese espectáculo tan bonito y había dicho a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Los dos profetas representan todo lo que ha pasado en la historia de Israel y lo que ha sido escrito y predicho hasta entonces. Moisés representa la Torá (la historia de liberación y de bendición del pueblo elegido) y Elías a todos los profetas. Apareciendo al lado de Jesús transfigurado (sus vestidos se habían vuelto de repente de un blanco deslumbrador), atestiguan con su sola presencia la autoridad del Señor como verdadero Mesías. Los tres discípulos están asustados, pero no por miedo, sino por el privilegio de participar en un acontecimiento tan maravilloso. De hecho, Pedro, sin saber bien lo que dice, hace la petición que ya sabemos: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Una petición, tal vez, demasiado sentimental. Pero, seamos honestos: ¿no hubiéramos pedido lo mismo o algo parecido, también nosotros? Entonces, ¿por qué el mismo evangelista anota que se expresó así porque, asustado “no sabía qué decir”? Porque el Hijo de Dios al que tienen que ver y reconocer los discípulos es el hijo del carpintero, en todo como los demás excepto en el pecado. El hombre más bueno, pero sin privilegio alguno. Aunque “siendo de condición divina”, escribirá Pablo, “no retuvo ávidamente el ser igual a Dios;al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia,se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil 2,6-8).
Por eso, nada más pronunciar Pedro esas palabras y escuchar junto con los otros dos las de la voz que habló a través de la nube -la misma que se había oído en el Jordán (“Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo”)- sucedió que “de pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús”. Y que Jesús no quisiera que le mirasen de modo distinto a como le miraban todos los días, se deduce, de nuevo, claramente de su voluntad de que callasen lo que acababan de experimentar. “Cuando bajaban del monte”, escribe el evangelista, “les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos”.
Los pobres discípulos tampoco entendieron esto. Se les quedó grabado, pero discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos, porque no lo podían ni entender ni imaginar. Ellos lo entenderían solo después de la Resurrección y con la ayuda del Espíritu Santo. El Evangelio, sin embargo, ha sido escrito para nosotros, que lo leemos como creyentes y sabemos bien el porqué de estos contrastes entre gloria y humillación de Jesús.
Los tres discípulos (Pedro, Santiago y Juan) son los mismos que Jesús llevará consigo en Getsemaní, porque, en teoría, siendo testigos de la trasfiguración hubieran podido comprender también la tristeza y el drama de Jesús ante su muerte. Ellos tampoco comprendieron entonces y, mientras Jesús les suplicaba que le hiciesen compañía en su dolor, se dormían. Pero si ellos durmieron, no debemos dormir nosotros, ya que sabemos que nuestra salvación depende del amor que el Hijo de Dios, Jesús, nos ha mostrado dando la vida por nosotros en la Cruz, la verdadera Trasfiguración en la que poner nuestros ojos y plantar nuestras tiendas.
Bruno Moriconi, ocd