EVANGELIO: Juan 2,13-25
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. 14Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, 15haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; 16y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». 17Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora». 18Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». 19Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».20Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». 21Pero él hablaba del templo de su cuerpo. 22Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.23Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; 24pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos 25y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
La versión de los sinópticos, que colocan la purificación del templo unos días antes de la condena de Jesús, parece mejor situada históricamente que ésta de Juan. De hecho, es casi cierto que la expulsión de los mercaderes fue la causa que precipitó la hostilidad de los judíos contra Él. Pero, si bien la colocación del cuarto evangelista al comienzo del ministerio parece poco probable, tiene su significado cristológico, perceptible sobre todo si tenemos en cuenta lo que precede y lo que sigue a la purificación.
La precede el milagro de Jesús en las bodas de Caná, que el evangelista comenta con estas palabras: “Éste fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; donde manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él” (Jn 2,11). Como sabemos, los fenómenos que los sinópticos llaman milagros, el cuarto evangelista los define como signos, o sea, símbolos para revelar quién es Jesús (vino nuevo, luz, agua viva, pan de vida y resurrección). Entonces, según el milagro de Caná (el primero de sus signos), Jesús se ha revelado como novedad absoluta, confirmada explícitamente con la purificación del templo y sus implícitas declaraciones sobre sí como nuevo templo.
Las dos cosas que de inmediato siguen a la purificación del templo son el encuentro con Nicodemo del capítulo tercero y el diálogo con la Samaritana del cuarto. Ahora bien, las palabras más importantes, sin ninguna duda, del encuentro con Nicodemo son aquellas que revelan a Jesús como enviado del Padre. “Tanto amó Dios al mundo”, le dijo el Señor al buen Fariseo, “que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
Las palabras del diálogo con la mujer de Samaria son muchas y muy profundas todas, pero las más claras se encuentran en la respuesta sobre el legítimo lugar de la adoración de Dios. A la mujer que le pregunta dónde habría que ir a adorar a Dios, en su templo de Samaria o el templo de Jerusalén, Jesús contesta que, hasta ahora “el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén”. Mientras, de hecho, los Samaritanos son heréticos y cismáticos, los judíos son el pueblo de Dios, pero, añade en seguida, “se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. […] se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así” (Jn 4,20-23).
Después de recordar estas afirmaciones de Jesús a Nicodemo y a la mujer de Samaria, podemos volver al gesto severo de Jesús contra los vendedores del templo que – a pesar de cumplir lo que los sacerdotes y la misma ley les mandaba hacer - habían convertido la casa del Padre, tal vez abusando de ese menester, en un mercado. Lo hace para subrayar que el enviado del Padre es Él y que ha llegado la hora en que no habrá otro templo que Él.
Lo dice claramente a los judíos que, protestan, justamente según su criterio, por el debido respeto a la casa de Dios y le reclaman con qué autoridad se ha permitido realizar esa grave intervención. “Destruid este templo”, les dice, “y en tres días lo levantaré”.Los judíos piensan que habla del magnífico edificio que ha costado cuarenta y seis años levantar, pero Jesús está hablando de sí (del templo de su cuerpo). Tampoco los discípulos entendieron, pero cuando resucite de entre los muertos, se acordarán de estas palabras, y entenderán.
Nosotros, a diferencia de los discípulos de entonces, lo entendemos enseguida, pero eso no quiere decir que lo hayamos asimilado bien en nuestras vidas todavía. De hecho, seguimos a veces buscando luces en muchas otras partes y esperando que Dios o la Virgen nos digan algo más en nuestros días, olvidando que, en su Hijo, el Padre nos ha dicho todo y solo hay que hacer una cosa. Nos la enseña san Juan de la Cruz: acudir a Jesús a través de la oración y de la meditación del Evangelio.
“El que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación - escribe el Santo en el párrafo 5 del capítulo 22 del segundo libro de la Subida del Monte Carmelo - no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas”.
El único lugar donde encontrar a Dios, no es ya ningún templo, sino el mismo Jesús que, con su muerte y su resurrección, lo ha revelado y sigue manifestándolo.
Bruno Moriconi, ocd
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