EVANGELIO: Jn 20,1-9
El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. 2 Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». 3 Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. 4 Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; 5 e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. 6Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos 7 y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. 8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. 9 Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
Sobre el hallazgo del sepulcro vacío de Jesús, cada evangelista (Mt 28,1-8; Mc 16,1-8; Lc 24,1-8) elige unos detalles, todos importantes y complementarios, pero el relato del Cuarto Evangelio tiene un sentido exclusivo, porque la Magdalena, Pedro y el discípulo a quien Jesús amaba, representan cada uno los sentimientos que son -o han de ser- los de todos los cristianos.
Tres personajes y dos escenas. En la primera es María Magdalena quien aparece, se mueve; en la segunda les llega el turno a Pedro y “el discípulo amado”. El primer día de la semana (el que sigue al sábado que, desde entonces, será el domingo, o sea día del Señor), nos cuenta el evangelista que María de Mágdala (pueblo en la costa occidental del Mar de Galilea), fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio que la losa que lo sellaba había sido removida. Ella es una mujer seguidora de Jesús, junto a otras igualmente sanadas por Él (Lc 8,1-2). Durante el relato de la Pasión se dice que estaba presente tanto en la crucifixión del Maestro, como durante su sepultura (Mc 15,40.47). Según el Evangelio de Juan (20,11-18) fue también la primera a quien se apareció Jesús resucitado.
En un primer momento, como es natural - así se lee en el fragmento del Evangelio escogido para el día de Pascua -, al ver que el sepulcro de su querido Maestro estaba abierto y vacío, la Magdalena se espantó. Echando a correr, fue inmediatamente en busca de Simón Pedro y del otro discípulo, “a quien Jesús amaba”, y, suponiendo una profanación, les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”.
El hecho de que hable en plural (“no sabemos dónde lo han puesto”) puede hacer suponer dos cosas: o que ella hable de sí incluyendo a todos los discípulos que comparten su preocupación, o bien que – atendiendo a los relatos de los otros evangelios -, hubiese ido con otras mujeres y hable en nombre de todas. “Pasado el sábado”, escribe, por ejemplo, Marcos, “María la Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús” (Mc 16,1). En cualquier caso, lo que importa subrayar aquí es su preocupación y su amor por Jesús. No encontrándolo ni siquiera muerto, María se desespera.
Es seguramente por ese amor que, poco después, precisamente en los versículos que siguen (Jn 20,11-18), el Señor resucitado se le aparecerá y la llamará por su nombre. “¡María!”, le dirá para librarla de su espanto. Y ella, llena de alegría, le responderá: “Maestro mío”. Un encuentro del todo único, el cual nos dice que no hay otra manera de encontrar al Señor que buscándolo. Él quiere llamar a cada uno de nosotros por su nombre, pero espera que lo deseemos, como dice expresamente en Ap 3,20: “Yo estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”
En la segunda escena se mueven, más bien corren, el discípulo, “a quien Jesús amaba” y Pedro. Es la tercera vez que aparece la figura del “discípulo, a quien Jesús amaba” típica de cuarto Evangelio. Se habla de él en la última cena (13,23), bajo la cruz de Jesús (19,25), aquí y dos veces en el capítulo 21 (vv. 7 y 20). En 13,3, Lázaro también es llamado más o menos así, pero, en lugar del verbo agapao(amar) se emplea phileo (querer). La tradición lo ha identificado con el mismo evangelista Juan, pero representa más bien al discípulo ideal que puede ser tal (discípulo) solo porque reconoce el amor del Señor. De hecho, no está calificado como “el que ama a Jesús”, o sea, el discípulo perfecto, sino como “aquel amado por Jesús”. Representa, pues, a todos los que quieren ser verdaderos discípulos.
Pedro y él corrían juntos, pero el discípulo amado (¿más joven o más motivado?), se adelantó y llegó primero al sepulcro. Inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró, porque Simón Pedro es aquel a quien el maestro ha elegido jefe de todos, el guía de los demás y él le debe respecto y escucha, como los santos al Papa, aunque no fuese bueno, como muchos en la historia pasada de la Iglesia.
Cuando Pedro llegó, entró y pudo ver de cerca los lienzos tendidos vislumbrados por el primero, y además el sudario con que le habían cubierto la cabeza. Éste no estaba con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. “Entonces”, sigue contando el evangelista, “entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro. Vio y creyó”.
El secreto está en estos verbos (ver y creer). Pedro también había visto, pero solo su compañero vio y creyó. ¿Por qué – a diferencia de Pedro – el discípulo amado supo interpretar el hecho de que el sudario no estuviese con los lienzos, sino bien enrollado en un sitio aparte, cosa no atribuible a unos ladrones? Podría ser, pero la razón es otra. Ese discípulo es capaz de creer porque, sintiéndose amado, algo le dice que no puede ser lo que parece.
Pedro tiene la autoridad y la misión para confirmar a los demás y tiene que pasar primero, pero para creer hace falta ser discípulo como lo han sido todos los santos. No se trata de ser uno mejor que el otro, sino de tener el fuego del amor dentro de sí, la única fuerza capaz de creer que el Señor no puede abandonarnos nunca, aunque parezca lo contrario. Nadie puede saber si Juan es mejor que Pedro ni tampoco si Pedro es mejor que Juan. Por eso, aunque la tradición haya identificado el discípulo amado por Jesús con Juan, no hay que identificarlo con nadie. Él, aquí y a los pies de la cruz, representa a todos en cuanto discípulo de Jesús capaz de reconocerlo, como en el último encuentro en la orilla del lago de Galilea (Jn 21,20) y capaz también de recibir en su casa a la Virgen María como Madre.
Bruno Moriconi, ocd