Corso monache 26 giugnoOrando con el Evangelio

P. Bruno Moriconi, o.c.d.

EVANGELIO: Mc 10,2-16

Acercándose unos fariseos, le preguntaban para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?». 3 Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?». 4 Contestaron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». 5 Jesús les dijo: «Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. 6 Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. 7 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer 8 y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. 9 Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». 10 En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. 11 Él les dijo: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. 12 Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio». 13 Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. 14 Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. 15 En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él». 16 Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos.

Aparentemente, en esta parte del Evangelio, se tocan dos argumentos distintos (la indisolubilidad del matrimonio y la necesidad de ser como niños para formar parte del reino de Dios), pero, mirándolo bien, las dos cosas van de la mano. De hecho, hay que pasar de una mentalidad legalista a la nueva manera de actuar revelada por Jesús para entender el valor del amor de pareja. Jesús, de hecho, si bien no haya venido a abolir la Ley y los Profetas, quiere llevar todo el mensaje antiguo a su plenitud, o sea, a la superación del simple cumplimiento legal de unas normas para, así, actuar con el corazón limpio de los niños.

Se lo había dicho claramente a sus discípulos en el discurso del Monte. Si vuestra justicia”, les expuso, “no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 5,20). Una advertencia que, como se puede ver, corresponde a la que encontramos en esta parte del Evangelio de Marcos, en la que Jesús amonesta así a sus discípulos: “En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”.

Siguiendo la ley los judíos se sentían tranquilos. “Moisés”, dicen a Jesús, “permitió escribir el acta de divorcio”. Justo, pero Jesús quiere volver al origen y les dice: “Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

          En una sociedad en la que el varón creía poder considerar a su mujer una propiedad, Moisés permitió escribir el acta de divorcio sólo para limitar los daños de la separación y darle a ella [con el Acta de divorcio] una cierta posibilidad de sentirse desvinculada del poder de su viejo marido. Esa prescripción que se lee en los primeros versículos (1-4) del capítulo 24 del libro del Deuteronomio, resulta todavía bastante machista, pero, como la ley del talión, tenía el objetivo de limitar daños mayores, como venganzas desproporcionadas en lugar de limitarse a la ofensa recibida (ojo por ojo, diente por diente, y nada más).

Por esto, Jesús dice que esa ley había sido concedida a causa del egoísmo de los varones. “Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto”, contestó a los fariseos. Al decir que al principio de la creación Dios ha creado el hombre y la mujer para que, dejando los dos a su padre y a su madre, se unan al punto de ser una sola carne, Jesús quiere decir que es a aquella transparencia natural a la que hay que volver. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”, dice, aunque - lo que Dios ha unido - lo sabe solamente Él y, en parte, el hombre y la mujer que han decidido unirse como pareja.

Unir es típico de Dios que es Amor.

Separar, en cambio, es típico del demonio y de la persona confundida, sea hombre o mujer, que piensa sólo en el interés personal y no en aquel del otro. El criterio del amor, en cambio, lleva al bien común en el camino del don mutuo y recíproco. De momento, tampoco los doce apóstoles, en cuanto judíos y varones, pueden entender bien lo que Jesús les explica cuando están a solas con Él. Por eso, una vez aclarado el tema con unos ejemplos concretos relativos a la vida cristiana (vv. 11-12), pasa a hablar de la necesidad de aprender la simplicidad de los niños.

De hecho, mientras los discípulos regañaban a los niños que se acercaban, Jesús se enfadó y les dijo: “Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Sólo quien confía en Dios como un niño en su padre, quiere decir Jesús, puede ser capaz de actuar a su vez con la misma benevolencia y generosidad que siente sobre sí.

Cuando Jesús habla del principio (al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer) no quiere decir que entonces el amor funcionase bien, sino que ha llegado el tiempo en el cual, a través de Él, es posible cumplirlo. Hijos en Jesús del mismo Padre, podemos cantar esa libertad de niños, con el himno que encontramos al inicio de la carta a los Efesios y decir:

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,

que nos ha bendecido en Cristo

con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos.

Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo

para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor.

Él nos ha destinado por medio de Jesucristo,

según el beneplácito de su voluntad,

a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia,

que tan generosamente nos ha concedido en el Amado.

(Ef 1,3-6)

Bruno Moriconi, ocd