Corso monache 26 giugnoOrando con el Evangelio

P. Bruno Moriconi, o.c.d.

EVANGELIO: Mc 10,17-30

Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». 18 Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. 19 Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». 20 Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud». 21 Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». 22 A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico. 23 Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». 24 Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! 25 Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios». 26 Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». 27 Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo». 28 Pedro se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». 29 Jesús dijo: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, 30 que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna.

Si pensamos que este episodio habla solo del hombre que, tras preguntar a Jesús qué debía hacer para salvarse, volvió a su casa triste porque el Maestro le había invitado a ser su discípulo, corremos el riesgo de reducirlo a la categoría de hecho anecdótico, válido solo para aquel individuo que se encontró con Jesús. Sin embargo, su simbología es muy importante.

“¡Pobrecillo!”, podríamos concluir, “siendo rico, el miedo a perder sus bienes, le impidió aceptar aquella propuesta”. Es cierto que es esto lo que concluyó el propio Jesús, el cual, una vez que el joven se había marchado, dijo a sus discípulos: “Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”.

Jesús, sin embargo, refiriéndose a ese hombre que abandona enseguida la escena evangélica, quiso hablar de un peligro que corremos todos. De hecho, son los discípulos, inteligentes al menos por esta vez, quienes caen en la cuenta de ello. Y es que fue, en efecto, aquel hombre rico quien frunció el ceño y se marchó primero; pero cuando Jesús explicó más tarde lo difícil que resulta para los ricos entrar en el reino de Dios, fueron ellos, los discípulos más cercanos, quienes se sorprendieron y asustaron por estas palabras.

Espantados, empezaron a preguntarse cómo sería entonces posible salvarse. Entendieron bien y los evangelistas nos lo transmiten a nosotros, lectores cristianos, para remachar que, si la demasiada riqueza material es peligrosa - porque un rico que tiene todo difícilmente cree que necesitará algo más - como todos estamos apegados a algo, nos resulta también difícil abandonar nuestras propias cosas e ideas y confiar en el Señor.

Efectivamente, el mismo Jesús no abaja el nivel para tranquilizar a los discípulos, sino que confirma la imposibilidad, para cualquiera, de salvarse sin abandonarse en Dios. Mirándolos a los ojos dijo: “Es imposible para los hombres, pero no para Dios. Dios lo puede todo”. Por su parte, los apóstoles habían dejado su trabajo, y Pedro, en nombre de todos, se lo recordó al Maestro. “Ya ves”, le dijo, “que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. A esta objeción, hablando para todos y no solamente de ellos, Jesús contestó:

En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna”.

Palabras que, como se puede ver, no son de consolación para los Apóstoles que han hecho la pregunta, sino para todos los discípulos, porque dejar casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, hijos o tierras, por Jesús y por su Evangelio, no toca solo a los que se sienten llamados a vivirlo radicalmente en un convento o dedicándose enteramente al apostolado, sino a todos. Solo varía la forma y la cantidad, pero el desapego vale para todos. Así como, para todos, vale recibir, en cambio, junto con posibles persecuciones, cien veces más y la vida eterna.

Si no se hubiera marchado tan deprisa, también aquel hombre rico que nos representa a todos, quedándose con Jesús y con los demás discípulos lo hubiera entendido y experimentado. Hubiera entendido que las palabras de Jesús no anunciaban un amenazante empobrecimiento, sino que eran promesas de verdadera riqueza.

De este hombre, el evangelista Marcos, dice que Jesús, mirándolo, lo amó. Lo miró así, porque vio en él a su discípulo ideal, figura del “discípulo amado” del cuarto Evangelio que, a su vez, nos representa a todos. Porque es a todos a quienes Jesús, a pesar de la mucha o poca riqueza que tengamos, dice: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme”.

Sin saberlo, llamando a Jesús “Maestro bueno”, ese hombre tan religioso le había identificado como Dios, de modo que el Maestro le hace notar que “no hay nadie bueno más que Dios”. Nosotros sabemos desde el bautismo que Jesús es el Hijo del Padre enviado al mundo para dar la vida por todos y salvarnos, pero, a veces, lo olvidamos y, no teniéndolo en cuenta, seguimos fiándonos solo de nosotros, apegados y aferrados a lo poco o mucho que tengamos.

“¡Qué importa!”, ha dejado escrito san Juan de la Cruz sobre el necesario desapego de todos los lazos, “que el pájaro esté atado a un hilo o a una soga! Por muy sutil que sea el hilo, el pájaro quedará atado como a la soga, hasta que no logre cortarla para volar” (I Subida 11,4).

Es el caso del hombre rico que se acerca a Jesús, porque, a pesar de ser un fiel cumplidor de los mandamientos de la ley, se siente insatisfecho y desearía hacer más. Entiende que tiene que haber algo más y, por eso, acude a Jesús. Lástima que la propuesta de pasar a ser su discípulo lo espante. Él era muy rico en dinero y posesiones, pero hay muchas otras maneras distintas y quizás menos abundantes de ser “ricos” que impiden la verdadera libertad, porque, como dice Juan de la Cruz, “que el pájaro esté atado a un hilo o a una soga, por muy sutil que sea el hilo, el pájaro quedará atado como a la soga, hasta que no logre cortarla para volar”.

Bruno Moriconi, ocd