EVANGELIO: Lc 3,15-16.21-22
15 Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, 16 Juan les respondió dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; […] 21 Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, 22 bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».
En el episodio del Bautismo la lectura litúrgica ha omitido los versículos 17-19 que hablan de lo que Juan Bautista iba diciendo del Mesías (“en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga”) y da la noticia de su reclusión por parte del tetrarca Herodes, “a quien Juan reprendía por el asunto de Herodías, esposa de su hermano, y por todas las maldades que había hecho”. Lo que interesa aquí, en la fiesta del Bautismo de Jesús, es cómo el Hijo de Dios, sin pecado alguno, baja con los demás pecadores para recibir también él, el mismo rito de penitencia.
¿Por qué, si no tiene pecado? Porque, como dirá el Bautista, según el cuarto evangelio, “es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (1,29-30). Aquel que quita el pecado del mundo, siendo el Hijo de Dios, pero no con una potencia divina cualquiera, sino con aquella del Padre que, como diría Jesús a Nicodemo, tanto amó al mundo, “que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. (Jn 3,16). Con la potencia, entonces, de un amor tan grande que lo hace capaz de dar la vida por todos los hombres de los cuales ha querido ser hermano.
Por eso baja a las aguas del Jordán con los demás, porque es aquel cordero del cual habla el profeta Isaías que parece cargado de mil crímenes suyos, cuando estos crímenes son en realidad nuestros pecados y los de todos. Para entenderlo bien merece releer el pasaje central de la profecía:
“Nosotros”, se iba diciendo el pueblo, viendo como lo llevaban a la horca, “lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, […] aunque no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca” (Is 53,4-9).
Es lo que le sucederá a Jesús cuando es condenado a la crucifixión. De momento, solo desciende al Jordán para recibir el bautismo de penitencia como hermano de todos los hombres, representados por los que bajan a Juan el Bautista de Galilea, de Judea y de la misma ciudad de Jerusalén. Nadie conoce todavía a Jesús y, de hecho, todos se van preguntando si el Mesías anunciado no será precisamente el Bautista. Por su parte, Juan quiso dejar clara la inmensa diferencia entre él y el Mesías que estaba por llegar. “Yo”, dijo, “os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”.
El agua, como hemos dicho en otras ocasiones, sirve para limpiar la suciedad que uno puede tener encima (en este caso, los pecados), mientras el fuego trasforma completamente dando nueva naturaleza a las cosas que enciende (en el caso del Espíritu con el cual Jesús nos bautiza, nos hace pasar de la condición de siervos a la de hijos de Dios). Una operación que Juan de la Cruz describe muy bien precisamente con la imagen del fuego que va trasformando el madero que, al principio, muy terco, resiste, pero que luego se ilumina del todo asumiendo la naturaleza del mismo fuego. El místico español lo dice así:
“El fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo, y aun de mal olor, y, yéndole secando poco a poco, le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios a fuego; y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a transformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo fuego”(2 Noche 10,1).
Si en el Jordán Jesús se sometió al rito de un bautismo con agua, fue solo para anticipar su muerte y resurrección y, desde entonces, bautizarnos con el fuego del Espíritu que nos inspira cómo hablar, siendo hijos, al mismo Padre celestial (Rom 8,26-27). Y es solo por eso que recordamos también su bautismo en el Jordán, donde “sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado”.
Le miramos mientras, como nuestro hermano, que se somete a un simple rito de penitencia, pero, al mismo tiempo, escuchamos, junto con Juan y todos los creyentes que leen el Evangelio, quién es de verdad aquel entonces desconocido Jesús de Nazaret. De hecho, mientras oraba, vino una voz del cielo” que le dijo: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”. Unas palabras que, mirando al Hijo, el Padre dirige a todos los que se reconocen en Él. Porque también en cada uno de nosotros se complace y quiere complacerse cada día que vamos conformándonos a la imagen de su Hijo, “el primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29).
Bruno Moriconi, ocd