EVANGELIO: Lc 6,27-38
27 En cambio, a vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, 28 bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. 29 Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. 30 A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. 31 Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. 32 Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. 33 Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. 34 Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. 35 Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos. 36 Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. 37 No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; 38 dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Con este pasaje del Evangelio, presente también en el de Mateo (5,38-48), se llega al cénit de lo que Jesús pide a sus discípulos, obviamente y sólo porque es Él en primer lugar quien da ejemplo y nos enseña cómo hacerlo. Su mandato autorizado se expresa plenamente en el crescendo de cuatro exigencias: amar a nuestros enemigos, hacer el bien a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen, orar por los que nos calumnian.
Lo de "querer" al propio enemigo, no hay duda, es la exigencia más grande jamás expresada. Aunque Lucas, al contrario que Mateo, omita hacer explícita referencia a la así llamada "ley del talión” (ojo por ojo, diente por diente), establecida en algunos textos del antiguo Testamento (Es 21,24; Lv 24,20; Dt 19,21), el contraste es idéntico en su texto. La ley del talión no era una ley mala, puesto que se dirigía a limitar las venganzas que, como se sabe, generalmente exceden en mucho al daño recibido; sin embargo, Jesús, venido para asegurarnos que somos todos hijos de su Padre celeste y, por lo tanto, hermanos, quiere que todo se base en la ley del amor.
Jesús desea que sus discípulos sean perfectos como el Padre, en la versión de Mateo (5,48) o misericordiosos, en ésta de Lucas que leemos este domingo: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (v. 36). Una perfección y una misericordia divina que ya se había manifestado en la historia del pueblo de Israel, pero que se revela de modo absolutamente evidente en Jesús, que ha llegado a dar la vida por todos.
¿Es posible ser misericordiosos como el Padre celestial?
Al menos los santos canonizados, testimonian que sí, es posible, desde el momento en que la declaración oficial de su santidad se basa precisamente en su heroicidad, probada también en el amar a sus enemigos y a quienes los oprimen. Para todos los demás, incluido quien escribe, es muy raro que ocurra, al menos a ese nivel de perfección. ¡No tenemos que tener miedo de confesarlo! Como hemos dicho, en un crescendo, Jesús propone querer a los enemigos, hacerles el bien, bendecirlos y rezar por ellos. Que lo que nos pide Jesús sea demasiado, no hay ninguna duda, pero tenemos que escucharlo, al menos para no seguir pensando que somos buena gente solo porque siempre nos portamos con gracia y educación.
Jesús habla muy claramente: no basta con querer a quienes nos quieren y con agradecer a quienes nos han hecho el bien. Hay quienes no hacen ni siquiera esto, pero Jesús no ha venido sencillamente a enseñarnos la cortesía o el fair play. Ha venido para dar cumplimiento a la Ley solemne del Sinaí que, según Jesús, permanece válida, pero no tiene que llevarnos solo al simple cumplimiento de lo establecido.
Para hacerlo entender, Jesús llega hasta a exagerar: “Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames” (vv. 29-30). Para no asustarnos demasiado, un primer límite podría ser, sin embargo, lo que el mismo Jesús nos pide en Lc 10,27: “Amarás […] a tu prójimo como a ti mismo”.
La novedad evangélica está en la versión en positivo del viejo refrán (no hagas al otro lo que no querrías que te hicieran): “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten” (v. 31). Un mandamiento nuevo que Juan de la Cruz interpreta con este precioso consejo: “Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor” (Dichos de Luz y Amor). Sí, porque la actitud del propio corazón puede cambiar solo por la dinámica del amor. Una dinámica en la cual podemos ejercitarnos meditando repetidamente lo que escribe san Pablo a los Romanos: “Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores (enemigos suyos), Cristo murió por nosotros” (Rom 5,8).
Bruno Moriconi, ocd