Corso monache 26 giugnoOrando con el Evangelio

P. Bruno Moriconi, o.c.d.

EVANGELIO: Lc 6,39-45

39 Les dijo también una parábola: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? 40 No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. 41 ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? 42 ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano. 43 Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; 44 por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. 45 El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca.

No todas las palabras que dice Jesús tienen que ser originales. Una vez que se ha hecho idéntico en todo a nosotros excepto en el pecado, también el Hijo de Dios participa en nuestra cultura e, incluso Él, recoge algunas máximas comunes, populares, como las presentes en esta página del evangelio. Que un ciego no pueda guiar a otro, que, en lugar de mirar a los defectos de los demás tendríamos que mirar a los nuestros y que los frutos buenos y malos dependen de la bondad o maldad de los árboles que, en el mal y en el bien, son figura de nosotros mismos, son cosas bien conocidas. Es suficiente la simple observación, no hace falta ser geniales.

“Hace mucho, el dios Prometeo, al moldear a los hombres”, se puede leer, por ejemplo, en una conocida Fábula de Esopo, “les dio dos alforjas. En una de ellas debía colocar los defectos ajenos y en la otra, los defectos propios, pero el hombre decidió colocar la alforja de los defectos ajenos delante y la de los defectos propios, detrás, a su espalda. De esta forma, nunca vería sus propios defectos y siempre tendría presentes los defectos ajenos”.

Lo que nos pasa muy a menudo a muchos de nosotros, ¿verdad? De hecho, fácilmente tendemos a ver los defectos ajenos y pocas veces los nuestros. No son, entonces, los dichos el lugar donde hay que ir a buscar la novedad evangélica de estas palabras, sino en Quien las pronuncia y en el valor que les confiere Su conducta. En primer lugar, debemos recordar que Jesús acaba de hablar del deber de ser misericordiosos como el Padre del cielo. Puede ser, de hecho, que como no acertamos a mirar al Padre, nuestra vista sigue todavía nublada y, por eso, no podemos pretender ser guías de los otros; antes tenemos que aprender del Maestro.

No en balde Jesús añade que el discípulo llegará a poder hablar como su maestro, solo “cuando termine su aprendizaje”. O sea, nunca, porque, respecto a Jesús, todos somos discípulos hasta el final de la vida. Humildad, entonces, quiere decirnos el Señor. No pretendamos guiar a otros, porque el Maestro es Él, ni nos permitamos corregir a los demás sin pensar en nuestros defectos, quizás mucho más desagradables de lo que nos escandaliza en los demás. “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?”, nos dice Jesús, exhortándonos una vez más a recordar la misericordia con la que el Padre siempre nos mira.

¡Nuestra memoria tiene que detenerse en los diez mil talentos que el Padre nos ha perdonado y no en los cien dineros que mi hermano me tiene que dar (Mt18,23-35)! Solo así no seremos ciegos que pretenden guiar a otros. ¡Hipócritas! Si no nos portamos así, somos hipócritas, no tanto porque fingimos, sino porque pretendemos ser buenos cuando no lo somos.

Las imágenes que siguen sobre árboles y frutos parecen referirse a otra cosa, pero no es así, ya que, cuando haya verdadero amor del prójimo, las actitudes pretenciosas de guiar y corregir a los demás pensando ser mejores, ya no tendrán lugar y nuestros frutos serán buenos. “Pues”, añade Jesús, “no hay árbol bueno que dé fruto malo”. Solo si somos zarza no podemos producir higos, ni racimos si somos espinos. “El hombre bueno”, en cambio, “de la bondad que atesora en su corazón saca el bien”. Como resulta claro, la bondad o la maldad no está en las cosas que se hacen, sino en el corazón del cual salen o no salen los sentimientos aprendidos en la escuela de Jesús. Esto quieren subrayar las últimas palabras: “Lo que rebosa el corazón habla la boca”. Sí, lo que realmente importa es la bondad del pensamiento.  

Bruno Moriconi, ocd