Corso monache 26 giugnoOrando con el Evangelio

P. Bruno Moriconi, o.c.d.

EVANGELIO: Lc 4,1-13

1 Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando 2 durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo. En todos aquellos días estuvo sin comer y, al final, sintió hambre. 3 Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan». 4 Jesús le contestó: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre”». 5 Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo 6 y le dijo: «Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me ha sido dado, y yo lo doy a quien quiero. 7 Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo». 8 Respondiendo Jesús, le dijo: «Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”». 9 Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, 10 porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti, para que te cuiden”, 11 y también: “Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece contra ninguna piedra”». 12 Respondiendo Jesús, le dijo: «Está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”». 13 Acabada toda tentación, el demonio se marchó hasta otra ocasión.

Las verdaderas tentaciones que Jesús tuvo que afrontar fueron las de la vida, durante los primeros treinta años de vida escondida de los cuales muy poco ha sido transmitido, y las de su ministerio publico de la que, en cambio, hablan mucho los evangelios. También hubo de afrontar la tentación de la tristeza y del desánimo, no sólo por el rechazo por parte de los que habrían debido acogerle en primer lugar, porque conocían las profecías (los escribas, los fariseos y los sacerdotes), sino también por la incomprensión de sus mismos discípulos que no entendían sus palabras y sus gestos de amor. Por no hablar de las grandes tentaciones del Getsemaní (Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz), y de la Cruz (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?).     

Estas tres tentaciones de las que hablan los evangelistas sinópticos (transformar las piedras en pan, adorar a Satanás para poseer lo que él promete, tirarse del alero del templo), excepto, tal vez, por el hambre que Jesús debió de sufrir después de tan largo ayuno, resultan, entonces, instigaciones bastante vulgares, sobre todo pensando en el hombre valioso que es Jesús. No hay que tomarlas literalmente, sino tener en cuenta su significado general. Ante todo, están allí, para demostrar cómo Jesús, a diferencia de Israel en el desierto, no cede a ningún ídolo, sino sólo a Dios. Ni a la espectacularidad de los milagros, como transformar las piedras en pan (de hecho, Jesús no hará nunca un sólo milagro para sí mismo), ni la ambición (venderse para tener poder), ni la vanagloria (el tirarse pretenciosamente de la cornisa del templo).

Sobre lo que hay que fijar la atención es, pues, sobre estos tres elementos: los cuarenta días que, junto al desierto, recuerdan el largo peregrinaje del pueblo de Israel antes de entrar en la tierra prometida y en tercer lugar el Espíritu, que Jesús acaba de recibir en el Jordán. Es éste (el Espíritu), en efecto, quien, manteniéndole cerca del Padre, le provee la claridad necesaria para percibir enseguida el engaño de las tentaciones: la nada del placer, del poder y de la vanidad que pueden socavar a lo largo de la vida. Sostenido por el Espíritu, hasta en los momentos trágicos de Getsemaní y de la Cruz, cuando el mismo Hijo de Dios alcanza el máximo desconcierto, sigue adelante hasta el punto de perdonar a todos. Es en este Espíritu, que también será derramado sobre los creyentes, en quien tenemos que fijarnos. Es el Espíritu, quien conduce (Mt 4,1 y Lc 4,1) e incluso empuja (Mc 1,12) a Jesús al desierto, o sea, hacia la vida real, donde siempre hay que escoger entre el bien y el mal.

Una indicación más para no tomar demasiado literalmente las tres tentaciones de las que hablan Mateo y Lucas, nos llega de Marcos, el cual se limita a decir que el Espíritu empujó a Jesús en el desierto dónde permaneció cuarenta días tentado por el Diablo, servido por los ángeles y rodeado por las fieras (Mc 1,12-13). Jesús, en efecto, a pesar de ser el Hijo de Dios y nuestro Salvador, es también nuestro hermano mayor, el nuevo Adán que, sin reconducirnos al utópico jardín (el Edén), nos acompaña en un mundo donde, sin embargo, con la fuerza del mismo Espíritu que le condujo a Él, es posible afrontar hasta a las fieras.

Más que las tentaciones (transformar las piedras en pan, adorar a Satanás y tirarse de la torre del templo), permanecen infalibles las tres respuestas de Jesús, sacadas todas del libro del Deuteronomio: No solo de pan vive el hombre, sino de cada palabra que sale de la boca del Señor" (Dt 8,3); “No tentarás al Señor, tu Dios” (Dt 6,16); “Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás culto” (Dt 6,13).

Otra indicación valiosa en apoyo de esta interpretación más reflexiva de las tres tentaciones viene del hecho de que Lucas haya desplazado al tercer lugar la tentación (la del echarse del alero del templo) que en Mateo se encuentra en el segundo. Lo ha hecho, en efecto, porque, siendo Jerusalén el lugar del Templo, la resistencia de Jesús al tentador (el rechazo a tentar a Dios), anticipa, de alguna manera, su aceptación de la Pasión.

Lucas, de hecho, termina así la historia de las tentaciones: Acabada toda tentación, el demonio se marchó hasta otra ocasión” (Lc 4,13). Una anotación que quiere preparar al lector a las tentaciones máximas de la Pasión, cuando Jesús, a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo que lo tienen ya preso, dirá: “Ésta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas” (Lc 22,53). Es la hora en la que el Diablo ya no se conforma con tentar, sino que va al ataque, pero en balde.

Por su parte, Jesús, rechazada la vía de la ostentación y la espada de la política, vence a su manera. Su camino divino para socorrer a sus hermanos es de distinta naturaleza respecto al del mundo: es el camino del amor, donde perder, significa conquistar.

 

Bruno Moriconi, ocd